El voluntarioso peregrinaje, si se quiere extremar, la osadía de alcances bíblicos de los Bundren, una familia de pobres jornaleros al sur de los Estados Unidos de brindar a la madre y también esposa, Addie, sagrada sepultura en una de las parcelas en el condado de Jefferson, sitio de entierro de su estirpe, localizado a varios kilómetros de la estancia en donde pereció, alegoriza la atemporal agonía, la incesante inquietud y el terco desasosiego del humano a costa de su voluntad.

Su autor, el estadounidense Willian Faulkner, completó la novela al cabo de seis semanas de trabajo enfebrecido y espídico, durante las madrugadas en que fungía como bombero y vigilante de la central eléctrica de la Universidad de Mississippi.

Al ser preguntado por la génesis de su titulación, Faulkner recitaba memorísticamente el parlamento de Agomenón a Odiseo en el libro XI de La Odisea: «Mientras agonizo, la mujer de los ojos de perro no me cierra los ojos cuando ya desciendo al Hades», fragmento que engloba la naturaleza decadente de la obra de cabo a cabo.

Sin pretensiones de tipo sectoriales la historia ensambla su composición a través del flujo de conciencia de aquellos que se vieron interrelacionados, entre principio y fin, en la varianza de acontecimientos y la fenomenología adosada al lecho de muerte de Addie, desde la construcción de su ataúd, el surgimiento de su misteriosa enfermedad, hasta la maniobra homérica de cargar su cadáver a hombros de una carreta enfilando por entre senderos lúgubres y parajes de desolación amarillenta, jaloneada atropelladamente por un tiro de mulas desposeídas de vigor. Esto en comparación a Anse, viudo de Addie, quien continúa, sin dar muestras ni ápices a desistir en el traslado tormentoso, fecundo en alusiones a la decadencia del Sur, las pesadumbres del pasado, los lastres del pecado y su expiación, temas asiduos de la narrativa de Faulkner y, sobre todo, el mensaje que yace detrás de la descomposición pestilente de Addie. Asimismo, su estela deja a su paso la putrefacción de la fuerza vital de sus hijos que percude y estropea con su hediondez la incidencia, obligatoria o de buena voluntad, de sus auxiliadores.

Ello conquetea y acaso toma aval en la teoría miasmática de la enfermedad formulada en el siglo XVII por Thomas Sydenham y Giovanni María Lancisi, quienes propusieron que la propagación de plagas, enfermedades y pestes se acuciaba por medio de las emanaciones fétidas de suelos y aguas contagiados.

Su acepción en la cultura griega alude a que la miasma o contaminación sola y obligatoriamente podía ser purgada si se reparaba el daño, muy acorde a lo que los Bundren intentan conllevar. De un potencial absorbente es la cuantía de la técnica narrativa aplicada que desbroza el tedio que pudiera surgir y en su lugar aviva la curiosidad del lector más escudriñador, pues al fisgonear en los pensamientos de Anse, Darl, Cash, Jewel, Dewey Dell, Vardaman y de la mismísima Addie, quien al haber traspuesto el umbral de la muerte, igualitariamente se empeña en deconstruir su rol de mujer, esposa, creyente y adúltera. Se nos elucidad la frondosidad, la textura, los artefactos y elementos más insospechados del pensamiento humano que no es sino un alternativo modo de existencia.

Algunas lecturas copulan, se codean, en virtud y ejercicio con esta, como lo son El ruido y la furia, novela predecesora a Mientras Agonizo, en otros coetáneos también adviene como con James Joyce en su Ulises cuando Molly Bloom se explaya y fluye y discurre a voz intrínseca o el caso de Virginia Woolf en obras como La señora Dalloway o Las olas, cuyo atractivo más altisonante recae en el sistema de disquisiciones y el riego de su huerto quintaesenciado: la mente de sus personajes reverberando.