Cuando conoces otro lector lo primero que deseas hacer es indagar sobre sus gustos literarios. Qué tipo de libros lees o cuál es tu escritor preferido, le preguntas expectante con intención de calibrarlo. Si te consideras un lector serio –con el ceño fruncido y todo– evitarás que surja a flote el libro de autoayuda que te cambió la vida o el nombre prohibido de Paulo Coelho entre la lista. Sucede que los lectores, por más libros que leamos, no estamos exentos de tener prejuicios. A muchos les ocurre el fenómeno opuesto, muchos leen justamente para reafirmar lo que previamente ya consideraban como verdadero. Es frecuente evitar el libro incómodo donde se encuentran preguntas sísmicas. La lectura no es garantía de nada, pues he visto lectores que únicamente buscan resguardar sus pequeñas verdades en libros como si de murallas se tratase. Al final, solo quieren que les den la razón, libros que les den la razón, como si tener razón fuera importante. Un club de lectura puede ser un buen lugar para remediarlo.

Mucho se ha escrito sobre la lectura como un momento de escape, como una oportunidad para poder estar solo. Sin embargo, llevo años participando en clubes de lectura porque me parece que la literatura nunca se ha tratado de actividad aislada, que se hace desde el recogimiento de tu más íntima soledad. Desde que abres Las intermitencias de la muerte y empiezas con la primera oración –“Al día siguiente no murió nadie”– ya estás conversando con Saramago y su creación. Pero es que la conversación jamás acaba con el libro, que, por otra parte, acaba con la misma frase. Tal vez lo que nos hace falta son buenos conversadores. O tal vez solo sea sintomático de nuestros tiempos individualistas en donde nadie quiere escuchar al otro y solo quiere existir. No tengo evidencia ni tampoco quisiera aventurarme por ahí. El hecho es que estamos perdiendo el lado comunitario de la literatura, pues ella siempre ha estado más relacionada con los demás que con nosotros mismos. Pensemos, por ejemplo, en toda la tradición oral. La necesidad de contar historias y de dar sentido a las nuestras ha formado parte de nuestra naturaleza humana, mucho antes de que se popularizara la lectura y la escritura. Es una necesidad que trató de manera brillante Mario Vargas Llosa en su novela El hablador, en donde entre las tribus machiguengas convivían unos narradores que su única y muy importante función consistía en contar historias, la historia de todos.

Lectores me han comentado que prefieren evitar los clubes de lectura porque consideran que son solo una excusa donde la gente va a mostrar lo mucho que cree saber. Y no es mentira. Pero me cuesta imaginar otro escenario donde el ser humano no busque la aprobación de los demás. Como si ese no fuera uno de los motivos que explicara gran parte de las cosas que hacemos. Como si eso no fuese parte de la naturaleza humana. En especial de los que son de la tribu sin tribu. Todos, de alguna manera u otra, deseamos ser protagonistas. Por ejemplo, no pasó desapercibido cómo, en la noche que dos de nuestros alcaldes se dieron cita para un vergonzoso espectáculo de boxeo, nuestros tuiteros nacionales aprovechaban la oportunidad para dar con la crítica más ingeniosa que les consiguiera más atención. Todos, con sus posibilidades, buscaban el aplauso ajeno.

Por su variedad y amplitud la literatura enriquece nuestra democracia mostrando los matices y contradicciones; nuestras luces y sombras. Nos hace conscientes de que no somos capaces de tener la verdad absoluta, de que convivimos con otros que piensan distinto, que tienen realidades muy alejadas de la nuestra. La literatura es la ventana a la empatía, a entender esas otras realidades, en especial las lejanas. A Kafka se le atribuye la frase de “un libro debe de ser un hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”. Ese mar en el que naufragan nuestras pocas certezas. Para lograrlo, a veces necesitamos un grupo de personas que nos acompañen, que quieran leer para aprender y –sobre todo– aprender a leer. Aprender a leer desde nuevas miradas, desde otros enfoques, textos más complejos. Y esto no ocurre sin el encuentro, sin la oportunidad de vernos de frente, de interactuar a través del discurso y constituir –aunque sea precaria y provisionalmente– un rincón humano, una utopía temporal, en donde podamos comportarnos como conocidos en una sociedad de extraños.