Hay pocas cosas tan impersonales e íntimas como los sueños. Quizá sea por esa naturaleza contradictoria y feral que les temamos en ciertas circunstancias y en otras los utilicemos para escudarnos tras ellos como máscaras infranqueable tras las cuales proyectar fantasías en nuestras narrativas cotidianas: “Soñé que tenía que matarte”, “Soñé que teníamos sexo”, “Soñé que debíamos desarmar una bomba y cuando estábamos cerca de lograrlo decidíamos dejarla armada porque nos dábamos cuenta de que era mejor que todo volara a la mierda”.

 

Son el desborde de la imaginación en un flujo incontrolable, el lugar en el que la mente consciente está por completo a merced de su propia oscuridad, la veta narrativa más antigua conocida por la humanidad y sin embargo cuando un Bosco, una Sherezade, un Nolan o una Vania Vargas emplean su arte para canalizar ese torrente en obra, la idea aparece ante nosotros completamente renovada, como si a nadie antes se le hubiera ocurrido explotar esa veta.

 

Los textos de “Cuarenta noches” son cortos, concisos. Nada les sobra. Son brutales y golpean como una pedrada. Uno reconoce en el posterior desasociego de cada texto el peso de un puño delicado dentro del guante de boxeo, la técnica que durante años el pugilista literario estuvo puliendo. Augusto Monterroso no lo hacía mejor, aquí no hay distancias qué salvar.

 

Hay en algunos de ellos una persistencia de lo cíclico, parecieran doblarse sobre sí como “El tiempo principia en Xibalbá” de Luis de Lión. Otros tienen una naturaleza artaudniana, y nos cuentan de rituales desconcertantes como “El sueño de los cazadores”. Otros están compuestas de figuraciones, imágenes poéticas elaboradas con un ojo agudo a través de la yuxtaposición de símiles que me hace pensar en algunas fotografías de Luis González Palma. Otros acarrean mensajes explícitos o tienen en su núcleo un misterio indescifrable como el envoltorio del que habla el Popol Vuh. No doy estas referencias al garete, pues sé que todas han alimentado de alguna manera el amplio imaginario de la escritora, una adicta a la ficción tan escapista como se pueda ser, al grado de poder declarar sin ningún empacho que quizá sea esta la realidad que transita en los textos y la otra, la más verdadera, está siendo escrita a golpes mecánicos muy cerca de nosotros. La autora no solamente busca un escape de la realidad, la cuestiona, por momentos la niega y es a través de la técnica que ha logrado esta brevedad tan sólida que su contacto nos deja preguntándonos si será este el mundo al que pertenecemos o nos hemos extraviado entre las páginas. Somos exploradores de un territorio tan pequeño como una habitación y sin embargo cada nueva experiencia vital/onírica nos incita a ir más hacia adentro, quizá hasta involucrarnos tanto que nos hagamos daño, pues la identificación con quien escribe es ineludible. Esto también construye un suspenso perenne, pues en el devenir de estos sueños suelen aparecer objetos inaccesibles que no soltarán sus secretos hasta que la noche se haya completado o sea interrumpida abruptamente.

 

Me he hallado abrumado al terminar algunos de estos textos, pero también ante oraciones como “El tiempo gotea desde los relojes, y de noche parece que quisiera inundarlo todo”. En ellas se concentra la misma sencillez y filo que en los escritos poéticos de libros como “Cuentos infantiles”, en los que pareciera que las imágenes fueron arrancadas de la realidad misma, de tan familiares y sorprendentes a la vez.

 

Acompañando el libro hay una serie independiente de postales ilustradas por Alba Marina Escalón, con quien comparto el raro privilegio de la interpretación gráfica de los textos de Vargas. En ellas se reconoce una especie de huella húmeda y nublada de cada uno de los relatos que ilustran, como si los hubieran contagiado de algo del lo insondable que anida en su centro. Pocos rasgos hacen distinguibles las figuras humanas, solo lo necesario para que la consciencia las reconozca y diga “ahí hay alguien”. Son más bien sombras que pasan al otro lado del vidrio nublado del subconsciente y paisajes recolectados en el viaje mental. Adecuados en su ausencia de color para lo inasible. La autora es una exploradora de las texturas, las cuales hacen las veces de pistas que se han dejado en un recorrido para hallar el camino de regreso.

 

En el conjunto hay una disparidad, cosa natural cuando dos obras no comparten un origen, pero sí una esencia que los universaliza: la falta de referencias concretas a un espacio de tránsito. No hay nombres que permitan ubicar las historias geográficamente, no se habla del idioma en que están escritas y apenas se menciona el género de quien protagoniza, pero sí hay espacios concretos en ambos: la cama, la pareja, la cueva del cráneo, cuyas paredes pareciera utilizar el cerebro durante la noche para pintar como un cavernícola iluminado por el fuego de su imaginación.

 

CUARENTA NOCHES

CUARENTA NOCHES

VANIA VARGAS / ALBA-MARINA ESCALON (ILUSTRADORA)

ISBN: 978-9929-745-07-0

Editorial: SOPHOS EDITORIAL

Nº páginas: 0

Año de edición: 2018

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