Que el miedo, o la esperanza, hagan disminuir la indiferencia.

Inmiscuirse en política ha tenido mala fama en nuestro país, y no en balde. ¿Para cuántos el precio ha sido la muerte, la desaparición o el exilio? La estrategia más constante de quienes han llevado las riendas del país ha sido, precisamente, desalentar al ciudadano de hacer política, de interesarse por la cosa pública, de informarse, cuestionar o proponer.

Si bien haya quizás momentos más o menos propicios para entrar en política, creemos que, para desentenderse de ella, todo momento es inoportuno.

Y de todos los momentos inoportunos, el que estamos viviendo es el más grave.

Nos encontramos al borde de un rompimiento irreparable. Aunque herederas de nuestros defectos, nuestras instituciones son los instrumentos que hemos diseñado para regular nuestra vida en común. De todas esas instituciones, la Corte de Constitucionalidad es la que está llamada a defender ese acuerdo político, nuestra Constitución. Con apenas 33 años de edad, es uno de los acuerdos más longevos que como nación hemos logrado hacer respetar. Hoy esta institución corre peligro y no puede defenderse sola.

Nos mantenemos tan alejados de la cosa pública que esto se nos olvida. Queremos hoy invitarlos a leer el siguiente extracto de Sobre la tiranía, de Timothy Snyder, para que recordemos que esto nos atañe. Y que el país nos necesita. 

Defiende las instituciones

Son las instituciones las que nos ayudan a conservar la decencia. Ellas también necesitan nuestra ayuda. No hables de «nuestras instituciones» a menos que las hagas tuyas por el procedimiento de actuar en su nombre. Las instituciones no se protegen a sí mismas. Caen una tras otra a menos que cada una de ellas sea defendida desde el principio. De modo que elige una institución que te importe – un tribunal, un periódico, una legislación, un sindicato– y ponte de su parte.

Tendemos a presuponer que las instituciones se sostendrán automáticamente incluso frente a los ataques más directos. Ése fue justamente el error que cometieron muchos judíos alemanes respecto a Hitler y los nazis después de que formaran gobierno. Por ejemplo, el 2 de febrero de 1933, un importante periódico para lectores judíos alemanes publicaba un editorial donde manifestaba su desatinada confianza:

No suscribimos el punto de vista de que el señor Hitler y sus amigos, que por fin están en posesión del poder que tanto tiempo llevaban deseando, vayan a poner en práctica las propuestas que circulan [en los periódicos nazis]: no van a privar a los judíos de sus derechos constitucionales, ni a encerrarlos en guetos, ni a someterlos a los impulsos envidiosos y homicidas del populacho de la noche a la mañana. No pueden hacerlo porque hay numerosos factores cruciales que ponen freno a sus poderes […] y claramente ellos no quieren ir por ese camino. Cuando uno actúa como una potencia europea, todo el entorno tiende a la reflexión ética sobre su mejor yo, y a no insistir en sus antiguas posturas de oposición.

Ése era el punto de vista de muchas personas razonables en 1933, igual que lo es hoy en día de muchas personas razonables. El error consiste en presuponer que los gobernantes que han accedido al poder a través de las instituciones no pueden modificar ni destruir esas mismas instituciones –aunque eso sea exactamente lo que han anunciado que van a hacer. A veces los revolucionarios sí pretenden destruir todas las instituciones simultáneamente. Ése fue el enfoque de los bolcheviques rusos. A veces se priva a las instituciones de vitalidad y de funciones, se las convierte en un simulacro de lo que eran antaño, de modo que se ajustan al nuevo orden en vez de resistirse a él. Es lo que los nazis denominaban Gleischschaltung (coordinación).

Hizo falta menos de un año para que se consolidara el nuevo orden nazi. A finales de 1933 Alemania ya se había convertido en un Estado de partido único donde las instituciones más importantes habían sido doblegadas. En noviembre de aquel año, las autoridades alemanas celebraron elecciones parlamentarias (sin oposición) y un referéndum (sobre un asunto del que todo el mundo sabía cuál era la respuesta «correcta») para confirmar el nuevo orden. Algunos judíos alemanes votaron como los líderes nazis querían que lo hicieran, con la esperanza de que aquel gesto de lealtad estableciera un vínculo entre ellos y el nuevo sistema. Era una esperanza vana.