Se me había concedido como obsequio, en un ritual casi mágico e incomprensible para la razón y la inteligencia, como cimiento natural de lo posible y verosímil, una sola palabra para no morir. Como consecuencia, creo que ahora huelo más que nunca al aroma inconfundible del papel.

Siempre había sabido, sin saberlo, que al pronunciarla, una diferente clase de eternidad me absorbería. ¿Cuál era esa palabra? Creo que sin temor a equivocarme, como acostumbraba casi siempre, era ‘sabiduría’.  Pero, ¿yo sabio? Eso me parecía casi una imposibilidad o un insulto, hasta que un día al recibir cierta especial invitación para participar en la conmemoración del aniversario de una prestigiosa y querida librería, decidí dirigirme a aquel lugar de sobra alimentado por la sabiduría para comprender y desear, como nunca, dejar de despertar. Apenas logré llegar a sentir el recorrido de la distancia; la emoción, como siempre, era tan reconfortante que no pude o no quise visualizar que las puertas de ingreso no estaban completamente abiertas a la clientela, acaso porque aún no era el horario de abrir al público y porque entre los pasillos habían una o dos escaleras, con una o dos personas arriba trabajando. Pero eso no me importó y, al solo empujar una de las puertas de ingreso, sentí casi como una predestinación. Todavía logré ver, como en cámara lenta, que encima de mi cabeza caía un enorme libro, golpeándola y llevándome a donde actualmente me encuentro. Sí, me encuentro aquí en donde siempre he añorado estar; tengo una compañía casi infinita de compañeros y amigos con los que comparto, no sé si se puede decir en esta dimensión tiempo-lugar-espacio, casi todas las dudas, tristezas, locuras y grandezas que alguna vez pude acaso vivir o soñar. Pero en esta compañía y recorrido que realizo en una continuidad casi irrepetible solo existe cierta inquieta incertidumbre, que aunque mi memoria se invente y se reinvente puedo aun comprender que en el mismo instante en que  las puertas se cierran exactamente al finalizar el horario nocturno de atención a la clientela, en el lugar específico en donde yo recibí el golpe de aquel pesado libro puedo observar durante cierto lapso de esto que no sé si es posible llamar tiempo, cómo una alta sombra, con apariencia de algo livianamente inhumano, recorre el exterior cual péndulo de un reloj de madera antiguo, hasta llegar a posesionarse del espacio central de las puertas y luego, desde afuera, me van llegando ruidos, sonidos, gorgoteos y palabras, como queriendo usarlas como herramientas para así la cerradura inevitablemente abrir.

Pero todavía ahora, y como siempre, me pregunto cuál será la oculta palabra que ella utilizará como llave maestra para desgarrar la cerradura y poder, finalmente, entrar. Espero por mi bien que nunca la encuentre, pues no sé qué pasará, acaso la convenceré de que leamos juntos, o ella, sin importarle absolutamente nada todo este mundo de imaginación y conocimiento, llegue como presencia en dirección mía, el libro que yo soy, sin siquiera tener la benevolente intención de quererlo hojear y leer, y con un abrupto mortal golpe de verdugo, cerrarlo eternamente.

A manera de aclaración al lector: Narración encontrada dentro de las páginas de un libro, propiedad de la librería SOPHOS, ciudad de Guatemala 2018. Autor desconocido.

Entregada al señor José Castillo Bermúdez por el señor Ricardo Rivera Echeverría.