Liano, Dante, El Misterio de San Andrés, Guatemala, Sophos, 2018

El Misterio de San Andrés es, a mi juicio, una de las más importantes novelas guatemaltecas de los últimos tiempos.  Sé que afirmar cosas así es complicado y puede generar reacciones inesperadas en uno u otro sentido, pero de verdad, es lo que pienso.  La he leído tres veces, la he subrayado y anotado, he escrito algunas líneas sobre ella y he leído buena parte de los trabajos críticos escritos para analizarla y entre más avanzo en su conocimiento, mayor es mi convicción.  Las grandes obras literarias de nuestro país, y también de otras latitudes, lo han sido por lo que tienen de grandes murales que construyen totalidades: la totalidad geográfica, la totalidad y complejidad social y  de la condición humana.   En esas totalidades los lectores nos “espejeamos” y reconocemos.  El Misterio de San Andrés es una de esas totalidades, es un gran espejo en el que se reflejan sin verse Benito Xocop y Roberto Cosenza, los dos personajes principales, que ignorándose, construyen complementariamente  uno al otro su respectiva identidad; pero es el gran espejo en que nos reconocemos todos, como sociedad. La pretensión de totalidad en El Misterio de San Andrés se cumple en ese doble paralelismo: el de los arcos vitales de los dos personajes y el de éstos con el proceso histórico del país: la modernidad periférica abriéndose paso en la aldea  oligárquica; el trenzamiento de la biografía, la autobiografía y la historia; la memoria como dispositivo de construcción del imaginario social, el mosaico de tipos humanos con sus respectivas cargas valorativas en pugna, tienen aquí una versión ejemplar de novela nacional, sin que esto desdiga ni por un momento su trascendencia como obra literaria sin fronteras.

La novela ha sido estudiada como novela histórica y/o nueva novela histórica y es que    la diégesis, ese mundo conformado por el espacio, el tiempo y los personajes de la narración y en el que se desarrollan los acontecimientos narrados, corresponde al periodo de la dictadura de Jorge Ubico hasta los primeros años del periodo de la Revolución de 1944 y tiene como referente extraliterario un hecho por demás problemático: la llamada “masacre de Patzicía” (que por cierto deja en la ambigüedad a cual se refiere, porque en estricto sentido fueron dos).  Cómo entonces es que nosotros, lectores del siglo XXI podemos reconocernos en la novela? Más aún, ¿cómo podrían reconocerse en ella jóvenes lectores de hoy, que ni siquiera conocieron el conflicto armado?

Voy a referirme a esto más adelante.  Por ahora, hablando como lectora de una generación que sí vivió el conflicto, no  pude sino sumergirme una vez más en aquel mundo, cuya decodificación en la lectura se produce en la confrontación de lo que el texto me propone y lo que mi propio bagaje de experiencias aporta: la tensión dramática del relato, que va de menos a más en un lento y paulatino ascenso, a veces angustioso, me daba no obstante instantes de reposo y regocijo: dos  veces, en una lectura anterior y en la más reciente, hice con lápiz marcas de estrellas en los márgenes del libro al terminar el relato del paseo al mar de Roberto niño.  Imposible no recordar el sopor que me invadía en el viaje de regreso y la picazón en el cuerpo por los restos de arena, ni la sensación del oleaje y su murmullo horas después de haber dejado la playa.  ¿Quién no lo ha sentido?  No me importó mucho leyendo ese pasaje, que alguno de los eminentes críticos de la novela haya señalado esa parte como una de largas frases “casi proustianas”, sin que al final me quede claro si eso es bueno o malo… a mí me pareció delicioso, maravilloso y un alivio en la sensación  de máquina del tiempo que me produce la lectura:  todavía no ocurría la tragedia, todavía el mundo de la niñez en que estoy sumergida me protege relativamente del dolor y la frustración; pero mi experiencia adulta conoce lo que está en el futuro de la historia feliz en el mar.  Los niños dejan de ser niños y hay una tragedia  enorme más adelante y no hay modo de evitarla.

Los  más jóvenes de hoy en Guatemala, que no vivieron el conflicto armado, escasamente tendrán idea de la Revolución de Octubre y en alguna nebulosa lejana, les sonará el nombre Jorge Ubico, pero muchos de ellos están expuestos como nunca ninguna generación lo fue, a una masa de información, recursos, redes y datos.  Si no leen los periódicos, en alguna red social o video se encontrarán ahora o más adelante con las fotos de Ríos Montt en tribunales en una sala atestada de gente, con la foto de las señoras que, tapadas las caras con sus rebozos, dieron testimonio de atrocidades, con el rostro también joven de Marco Antonio Molina Theissen.  Si son capaces de decodificar esa información, son capaces de entender y espejearse, de alguna manera, en El Misterio de San Andrés.

Los muchos estudios críticos que esta obra ha merecido, hacen énfasis en cuatro o cinco aspectos claves:  1- La estructura de la novela, armada en capítulos alternos para cada personaje, sin que estos se reúnan más que hacia la parte media y final. 2- El impecable logro lingüístico-narrativo que significa escribir, siendo ladino letrado, el habla, el pensamiento y los sentimientos de un niño, joven y adulto indígena, casi seguramente monolingüe en su idioma, sin caer en recursos fáciles y en desuso; 3- La inscripción o no de la novela en la definición y características de la nueva novela histórica, 4- Las relaciones y deudas que guarda con otras obras precedentes: Hombres de Maíz de Miguel Ángel Asturias, Guatemala las líneas de su mano, de Luis Cardoza y Aragón y 5- Las relaciones entre verdad histórica , memoria y ficción

A mí, el asunto que más me asombra de esta novela es el punto de cómo consigue establecer, delimitar  y convertir en sujetos individualizados a  sus personajes, especialmente a Benito Xocop,  a partir de su lenguaje, vale decir, su concepción del mundo, construyéndolo desde la voz  de un narrador en tercera persona que mira, sabe, oye todo y nos lo cuenta.  Cómo logra, con verosimilitud, usando un español estandarizado,  situarse axiológicamente y enunciar enfocando el mundo desde la conciencia de Benito y en general de los personajes del mundo indígena.  Aquí un fragmento:

“- Se va a llamar Benito- dice el sacerdote. Vamos a ir a gritar su nombre a los cuatro lados del pueblo, al lado rojo, al lado amarillo, al lado negro y al lado blanco.  Para que lo oigan los dueños del Santo Mundo, para que sepan de su existencia, para que conozcan, y no diremos su nahual, ni diremos el día, ni diremos su suerte.  Diremos solo su nombre, para que lo sepan las plantas bajas y los árboles, para que se vaya flotando en la neblina y lo conozcan las almas de nuestros antepasados, las gentes de antes, que habitan entre las nubes del Cerro, para que lo conozcan los animales grandes y los animales pequeños, para que lo oigan las aves que cantan en la madrugada y las aves que cantan en la noche, para que lo sepan los dueños del río, para que su nombre se vaya conociendo y vaya teniendo el permiso de ir caminando aquí, sobre la tierra, y los demonios se asusten y le tengan respeto, para que tenga suerte y la cosecha se levante, para que sea hombre de su casa y principal de su pueblo, para que su paciencia y su fuerza sean conocidos en el bosque, en el aire, en la tierra y en el agua.

Comenzaba a caer la noche.” (pág. 92)

En contraste, el mundo ladino de provincia con sus respectivos personajes, se construye por igual  con la recreación de un lenguaje que oscila entre la solemnidad formal sin contenido y el juego de palabras irónico, humorístico, mordaz:

“ Yo le tiré una cascarita.

-¿Y los indios profe, qué hacemos con los indios?

-¡Respeto a los indios, que es raza pura! Los indios son una raza vencida, humillada.  Tantos años de humillación los han emputecido.  Ya no tienen salvación.  Ellos no tienen la culpa.  Pero tampoco tienen esperanza.

-Mire profe, mejor nos echamos la otra

-¡Que no se diga que me hago para atrás!

-¡Allí si no es débil el profe! -lo provoqué

Mientras el Gordo ordenaba otra ronda el maestro se puso ofendido con la suceptibilidad de los borrachos.  En la calle la tormenta arreciaba.  Las ráfagas de viento hacían que nos llegara una brisita hasta la mesa.  El maestro levantó los ojos hacia mí, ya con uno de los mechones que le tapaba el ojo y se desmoronó:

-Sí Robertío. Somos débiles.  Por eso necesitamos dirigentes con los pantalones bien puestos en su lugar.  Pero en eso seguimos a las grandes potencias.  Alemania tiene a Hitler, Italia a Mussolini.  Nosotros tenemos a Ubico y a Ubico no le faltan huevos.

De otra mesa, unos finqueros gritaron:

-¡Bien dicho maistro!

El  maestro tomó la broma como una incitación y se largó en un discurso sobre la ventaja de las dictaduras.  Era bueno para los discursos.  Cada vez que había necesidad de un orador, lo llamaban a él.  No le puse atención.  Me di cuenta de que me había emborrachado.  También tenía deseos de decirle alguna gracejada a la mesera y me compadecí de mí mismo por ser incapaz de encontrar en mi cerebro las frases graciosas que el Gordo decía sin esfuerzo.  Afuera seguía lloviendo sin consuelo…(págs.19 y 20)

Pero el tema de la verdad o las verdades, la Historia y la memoria es el tema que al final se instala en la conciencia del lector.  Sobre todo cuando hacia el final, ocurre  la masacre en San Andrés (cuyo referente extraliterario es Patzicía) que nos enteramos que se ha consumado a partir de un momento, que es en realidad un punto de no retorno, no solo en la trama, sino, también lo sabemos, en la historia del país.

“Un jinete venía volando hacia el centro del pueblo.  El jefe político, de un salto, se interpuso en el camino y le gritó que se detuviera.  El hombre reconoció a la autoridad y sofrenó al caballo. Pálido, con el aliento cortado, con una cara atravesada por el espanto, les gritó:

-¡Se levantaron los indios de San Andrés! ¡Mataron a machetazos a todos los ladinos! ¡Me he salvado de milagro! “ (pág. 326)

Isabel Rodas y Edgar Esquit en su trabajo sobre la municipalidad, la comunidad y el poder local en Patzicía en la primera mitad del siglo XX, hacen un recordatorio fundamental: el imaginario colectivo de entonces incluyó, a los ladinos pobres, -que al igual que los indígenas también se desplazaban a las fincas de café para trabajar y compartían con ellos la exclusión de cualquier instancia de decisión ladina y también indígena, los incluyó  -decía- en la categoría de élite ladina y señalan dichos autores  la simplificación en las descripciones de los observadores sociales de entonces. En resumen: Las categorías étnicas se sobrepusieron a las de clase e invisibilizaron diferenciaciones importantes.  De  igual manera -señalan- las familias indígenas acomodadas, que experimentaban conflictivamente su pertenencia social y cultural, fueron invisiblilizadas en la construcción ideológica de la dicotomía ladino/indígena.  Señalan Rodas y Esquit que no considerar estas excepciones y consolidar aquella construcción ideológica dicotómica radical y simplista, propiciando su  incorporación y uso cotidiano en las prácticas sociales era absolutamente funcional a los intereses oligárquicos en la construcción del Estado liberal y tomó forma concreta en las transformaciones institucionales a nivel municipal y del poder local dirigidas a profundizar la exclusión y marginación de las instancias indígenas, así como la legislación dirigida a garantizar la propiedad y monopolio de las tierras productivas para los ladinos.  La violencia de octubre de 1944 -dicen, refiriéndose a los acontecimientos narrados en la novela- fue la única salida posible a  una compleja conflictividad para la que no había cauces posibles.

En El  Misterio de San Andrés, también es así, pero la fidelidad a la documentación y narrativa historiográfica no es el propósito de la obra y una  lectura en esa clave, será por fuerza, una mala lectura.  De hecho, buena parte de ella se fundamenta en memorias, en recuerdos y no en documentos.  El problema de la verdad y las verdades está planteado aquí de otra manera: se trata del poder discursivo, se trata de la oralidad y la escritura, de una fragilísima dimensión ética en el ejercicio del  poder de la palabra escrita.   No es Dante Liano quien al final escribe esta novela, es Roberto Cosenza ya maduro, frustrados sus alientos periodísticos por las censuras y los oportunismos, quien en último gesto, consecuente con su tradición letrada, se decide a publicar sus crónicas de la masacre, sus recuerdos y los recuerdos que Benito Xocop le relatara en la única ocasión en que hablaron.

En cuanto al “misterio”, ya ha explicado el autor real que no se trata de una alusión a la novela policiaca, que más bien tiene que ver con un género religioso.  A mí me ha recordado el rosario, esa letanía de oraciones que se repiten una vez y otra vez, circularmente, con un orden preciso marcado por estaciones que se llaman “misterios”, una recurrencia infinita, como a veces parece la historia de Guatemala en esta novela, solo marcada por “misterios”:  momentos deslumbrantes por su horror o su grandeza, para luego continuar repitiéndose al parecer sin fin, a no ser por la novela misma, que, claro que “no cambia nada”, pero abre una grieta por donde un lector, uno solo, podría atisbar la rebeldía.

Ana Lorena Carrillo Padilla

Profesora-Investigadora del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Doctora en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México; Master en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México; Licenciada en Historia por la Universidad de San Carlos de Guatemala. Especialista en temas de cultura y literatura latinoamericana, ensayo, autobiografía y escrituras del yo y la violencia en Centroamérica