Por: Diego Calderón

 

¿Qué leer? Lo primero que hay que destacar de esta pregunta es que lleva implícita una respuesta: queremos leer. Y éste será nuestro punto de partida para considerar nuestras opciones, que regularmente comienzan por los dos grandes rubros: narrativa o ensayo.

Aunque ya sabemos que lo que deseamos es leer, ¿por qué queremos hacerlo? Es decir, el gusto o placer que nos produce ¿en qué radica?, ¿en deslizar con suavidad la vista sobre el papel o la pantalla descubriendo de poco en poco el éxtasis en la pluma del autor?, ¿en sentir en nuestros dedos el roce del papel y gozar con nuestro olfato el tolueno y la vanilina? O pensemos de forma profunda ¿será acaso la bastedad de conocimiento que adquirimos, o la intensidad de las emociones que en sus páginas vivimos? Sea cual sea la respuesta hay que ser críticos y francos en un punto determinado, y es que no cualquier libro nos produce tal satisfacción que se ofrece a muchos pero se disfruta por pocos.

Existiendo millones de libros distintos en el mundo, lo que hacemos al seleccionar un título es introducir la mano en una caja oscura con expectativas de encontrar algo que nos marque, que nos apasione o que satisfaga esa necesidad de lector que nos aprieta el pecho y en ocasiones el presupuesto. Como reza aquel refrán “más vale viejo conocido”, apostamos por los autores que han alcanzado cubrir dicha necesidad, y eso si tenemos alguno, que en su ausencia, es apostar tiempo, y el tiempo es vida. Entonces ¿qué leer? ¿cómo saber qué decisión tomar?

Virginia Woolf, escritora inglesa del siglo XX, redactó para una conferencia del 30 de enero de 1926 a las alumnas del colegio privado de Hayes Court un texto que luego habría de titularse ¿Cómo debería leerse un libro? Lo primero que nos dice es “Si yo supiera la respuesta, sólo sería válida para mi”,  y bajo esa impresión continua hablando, no únicamente para responder cómo debería leerse un libro, sino qué libro leer, como una especie de recomendación de lectura y cito: “En realidad, el único consejo que puede dar una persona a otra es que no acepte consejos, que siga sus propios instintos, que use su propia razón, que saque sus propias conclusiones”. Para colocar la guinda al pastel expone “Al fin y al cabo, ¿qué leyes pueden dictarse sobre los libros? (…) ¿acaso es Hamlet una obra mejor que El Rey Lear? Nadie lo sabe.”

Fulminando de esta forma, con relatividad, cualquier intento personal de tratar establecer un libro que, dígase, pueda recomendar como “el mejor del año” o algo parecido. Si resulta entonces relativo el gusto de la lectura, la respuesta es más evidente de lo que deja ver Virginia Woolf en su texto tan franco y directo, ya que básicamente nosotros mismos somos la esencia de nuestras lecturas, somos lo que leemos, tenemos la tendencia a escoger temas que nos hagan sentir algo, que nos hagan vibrar o pensar y nos parezcan atractivos.

Los libros que elegimos responden a nuestros impulsos más primitivos porque se sujetan a las emociones y memorias que tenemos. Sören Kierkegaard, filósofo alemán, propone en su ensayo In Vino Veritas, la memoria como la cualidad o elemento más hermoso e importante de la propia existencia del humano, pues ahí está nuestra naturaleza, lo que nos compone en razón y emoción e impulsa el acto propio de cada quien. Es natural elegir un libro por su portada, lo es decidir otro por su título, porque cada factor hará reaccionar el instinto propio de nuestra naturaleza, y cuando veamos nuestra librera con otros ojos, vamos a observar un retrato nuestro, compuesto de letras, de temas, imágenes, colores y tamaños que describen quiénes somos y definen cómo pensamos, nuestros gustos y disgustos, nuestra naturaleza.

Es que, en resumen para saber qué leer, primero debemos saber quiénes somos. No hay lectura si primero no existe quien quiera leer, somos el componente más importante en la fórmula para saber qué leer.