Agradecemos a Eduardo Halfon la autorización para reproducir acá su cuento «Sacerdote» finalista del premio Cosecha Eñe 2007, y primero de su colección de cuentos «Siete minutos de desasosiego».

halfon

Sacerdote

El libanés Salim Mussa llevaba más de medio siglo vendiendo telas en el Portal del Comercio, frente a la Plaza Central. Hacía ya años que los demás textileros árabes habían sacado sus tiendas de esa derruida zona de la ciudad, en busca de nuevas y lujosas plazas comerciales. Pero Mussa gritaba que El Paje lo habían abierto con su Alexandra al recién llegar de Beirut, y que ella trabajó y sudó allí hasta el día de su muerte. Gritaba que El Paje había sido en su época la tienda de telas más importantes del país, la preferida de cuatro presidentes (Árbenz salía del Palacio Nacional, cruzaba la Plaza Central y llegaba a escoger sus telas en persona), la preferida de Fidel Castro y del Che Guevara, que en los cincuentas, exilados en Guatemala, pasaban casi todas las tardes a platicarle mientras él les preparaba un café turco con semillitas de cardamomo. Gritaba Mussa que no le importaba que la tienda se hubiese ido reduciendo en tamaño: a la mitad en el año ochenta, otra vez a la mitad en el año noventa y uno, y otra vez a la mitad el año anterior. Que no le importaba tener ahora como vecinos a joyeros falsos y cambistas de dólares y hasta una olvidada numismática. Y que tampoco le importaba haber sido asaltado en múltiples ocasiones, tantas ocasiones que ya ninguna agencia aseguradora aceptaba venderle una póliza contra robo. Estas cosas solía gritarle Salim Mussa a cualquiera que las escuchase, con los puños en el aire y las canas electrizadas y la mirada blanca de un hombre que sigue esperando algo que ya jamás llegará.
―A cuánto la yarda de tafetán, don Salim.
Juana era la única de sus empleadas que llevaba con él desde el inicio. Era chaparra y seria. De pocas palabras. Estaba ya medio ciega. A causa de sus várices tenía que trabajar sentada en un banquito.
―Veinte.
―Dice que a veinte la yarda, joven ―le dijo Juana al cliente que continuaba inspeccionando un retazo con los dedos.
Mussa la observó desde su viejo escritorio en la entrada del local, un cigarrillo sin encender entre los labios, el gran libro de números y cifras azules abierto ante él.
―Es de importación ―dijo ella―, nos acaba de entrar.
Mussa bajó la mirada. Ese tafetán llevaba acumulando polvo desde hacía dos años.
―¿No estaba reservado este rollo, don Salim?
―Deme tres yardas ―dijo rápido el cliente.
Juana se rascó la cabeza.
―Creo que estaba reservado este rollo. Fíjese, joven. Las diez yardas enteritas.
Mussa cruzó los brazos y recordó a Juana durante el entierro de su esposa. Había llegado vestida en su mismo uniforme gris y gabacha azul marino, como si ése fuera el luto correcto para una empleada de toda la vida. Su rostro jamás expresó nada. Ninguna emoción. Ninguna tristeza. Pero a la salida del cementerio, entre tantas otras personas, Juana se le había acercado al viejo libanés y le había colocado una mano en el antebrazo, brevemente, sin verlo y sin decir palabra alguna. Nunca antes lo había tocado.
―Pero le puedo mostrar el tafetán nacional, joven.
No había tafetán nacional.
―¿Y si me llevo yo las diez yardas? ―balbuceó el cliente.
Juana no dijo nada. Seguía rascándose la cabeza.
―¿Don Salim? ―preguntó ella finalmente.
Él ya conocía aquel teatro. Se tomó de un solo trago su primer café turco de la mañana. Subió los hombros y ofreció su aprobación espantando una mosca invisible con la mano.
―Aracely, empáquele esto al joven ―le dijo Juana a otra de las empleadas, contando y guardando los billetes sin dejar su banquito.
Mussa gritó que alguien le llevara otro café turco. Levantó la vista hacia la Plaza Central y masticó glotón su cigarrillo sin encender. Afuera estaba gris, pastoso. A través del vidrio pintado de la vitrina, se le quedó viendo a un anciano de barbas blancas parado descalzo sobre una pesa de suelo, un gran letrero colgándole del cuello que decía «Por Un Peso Controle Su Peso Y Viva Una Vida Mejor». Más allá, había un niño muy flaco y muy moreno sentado sobre la banqueta de la Plaza Central. No tenía camisa. Un cachorro negro dormía entre sus piernas. Cada vez que alguien le pasaba enfrente, el niño levantaba al cachorro y gritaba algo, acaso el precio, y luego lo volvía a poner sobre sus piernas y le daba un beso y seguía acariciándole las orejitas con demasiada fuerza.
―¿Hay gabardina negra?
El viejo libanés sintió de pronto que le ardía el pecho. Se le apretó la garganta. Se le nubló la vista. Lanzó al suelo su cigarrillo intacto y lo machucó mientras se frotaba las lágrimas con la palma de una mano. Se puso de pie. Tuvo que esquivar a la muchacha compradora.
―Oiga, señor, ¿hay gabardina negra?
Somató con ímpetu la puerta del baño. Jaló la cadenita que colgaba del techo y la bombilla ya casi no alumbró nada de ambarino. Olía mal. Siempre olía mal. Mussa se inclinó sobre el lavamanos y agarró ambos costados de la cerámica fría. Respiró hondo. Encendió el grifo y se pasó agua por el rostro y la nuca. Le temblaba el pulso. Subió la mirada. En el espejo mugriento su rostro le pareció mucho más viejo. Se dio asco a sí mismo. Se maldijo a sí mismo. No entendía por qué había llorado. Por qué seguía llorando. Estaba solo. Se sentía solo. Seguía aferrándose a algo, a cualquier cosa, a una tienda que ya suplicaba morir, que ya necesitaba morir. Extrañaba a su Alexandra. La fuerte respiración nocturna de su Alexandra. El dulce aroma a tomillo y aceite de oliva que siempre emanaban las manos de su Alexandra. Los juegos de shesh besh con su Alexandra. Si sólo sus amigos libaneses no estuvieran ya todos muertos. Si sólo tuviese un hijo, un hijo varón, si sólo su Alexandra le hubiese podido dar un hijo varón, para que la tienda continuara, para que el apellido continuara, para que no se sintiera tan solo en las noches. Le escupió a su rostro en el espejo. Después lo limpió con un trocito rosado de papel higiénico.

Sentado ante su escritorio, Mussa terminó de almorzar el medio pollo rostizado y el arroz con maíz y arbejas y el pan francés que, como todos los días, le habían llevado de la cafetería sin nombre ubicada en medio del Pasaje Savoy. Se echó para atrás en su antigua silla de cuero negro. Encendió un cigarrillo y tosió hasta que el humo se fue acomodando en sus pulmones.
―Don Salim ―dijo Juana colocándole enfrente una tacita de café turco―, lo llamó el hijo del señor Arenales.
Mussa fumó en silencio.
―Dice que es la cuarta vez esta semana.
―¡Ustedes, hagan algo! ―les gritó Mussa a dos empleadas que estaban cuchicheando recostadas contra una mesa; aún no sabía sus nombres.
―Dice que lo llame a su oficina, don Salim ―y se fue Juana hacia donde estaban las dos empleadas.
El viejo libanés suspiró. Se tomó su café pausadamente, decidido a no llamar. Levantó el auricular y marcó el número.
―¡Es el señor Mussa! ―le espetó a la secretaria al contestar ella el teléfono, y la secretaria, tras un breve titubeo, le dijo que claro, que enseguida le comunicaba al licenciado Arenales.
Mussa se quedó escuchando la música de espera. Sacudió de su escritorio las migas de pan francés. Encendió otro cigarrillo. Varias veces pensó en colgar.
―Arabito.
―Qué tal está usted ―gritó Mussa, olvidando de pronto con quién hablaba hasta que lentamente registró aquel apelativo.
―Algo extrañado, arabito.
―Sí.
―Ya son seis meses.
―Sí.
―¿Y entonces?
―Mire…
―No, mire usted, arabito ―continuó rápido el licenciado Arenales―, yo ya lo sé todo. A ver. Yo sé que usted fue muy amigo de mi padre, que en paz descanse. Yo sé que mi padre le permitía a usted estos deslices. Yo sé que usted lleva muchísimos años alquilándonos ese localito en el Portal del Comercio. Yo sé que la situación económica del país está, como dice usted siempre, muy difícil ―y el licenciado calló unos segundos―. Ya vio cuánto sé, arabito. ¿O se me estará olvidando algo?
Mussa guardó silencio. Sintió otra vez ardor en el pecho.
―Nada, ¿verdad?
Tras un largo silencio, Mussa empezó:
―Su padre era un buen hombre…
―¡Por favor ―lloriqueó recio el licenciado, interrumpiéndolo―, ya no me hable más de mi padre!
Mussa percibió la mirada de Juana desde el otro lado de la tienda. Cerró los ojos.
―¡Sólo hágame el favor de pagar sus deudas!

Mussa tenía los recibos del día desplegados sobre su escritorio. Los recogió y ordenó y reordenó en su mano, como una baraja de naipes. Los arrugó un poco antes de guardarlos en una gaveta del escritorio. Observó de nuevo los números azules en la página del libro contable, los últimos números azules ingresados en el libro contable, escritos por su Alexandra hacía seis meses. Y luego sólo páginas en blanco. Y los números azules estaban ya difuminándose. Y el rostro de su Alexandra también estaba ya difuminándose. Mussa acarició la página. No escuchó a las empleadas despidiéndose de él. Alguien había apagado las luces.
―Buenas noches, don Salim.
Mussa alzó su mirada vidriosa hacia Juana. Quería decirle algo. Abrió levemente la boca. Pero no se le ocurrió qué decir y sólo se volvió de nuevo hacia los números azules.
Sus pensamientos estaban alterados. Su pecho ardía. Su mano no dejaba de temblar mientras acariciaba la página. Pero por alguna razón se sentía sereno. En paz. Pensó: como en un capullo. Luego pensó: como en el ojo de un huracán. Luego pensó: como en esa escena de la película, llena de tonos vivos y musiquita feliz, que siempre antecede a una tragedia. No se dio cuenta de que estaba balbuciendo en árabe sus pensamientos. Tampoco se dio cuenta de que había arrancado la última página de números azules hasta que ya la tenía en su mano. La dobló varias veces, después la guardó en la bolsa superior izquierda de su camisa, junto con el paquete de cigarrillos, y apagó la lámpara de su escritorio.
Afuera en la noche lloviznaba tibio.

El mozo dejó la copa de whisky enfrente del viejo libanés y, en silencio, se quedó parado al lado de la mesa. Su rostro era de un pálido casi rosáceo. Apenas le salía bigote. Usaba gomina para manipularse hebillas de pelo negro por encima de la calvicie. Estaba vestido en camisa blanca y pantalones blancos y una corbatita negra que seguramente era de ganchito. Tenía las uñas manchadas de aceite.
Mussa tomó un sorbo trémulo. Era el único allí.
El pequeño salón resplandecía de luz blanca. Sonaba a lo lejos un disco de flautas y violines. En la televisión, esquinada en alto, estaban proyectando un partido de fútbol en blanco y negro y sin volumen. Las sillas eran todas de plástico. Las cuatro mesas también eran de plástico pero las habían tapado con manteles blancos y macetas de flores artificiales, para disimular.
―Cómo se llama aquí ―dijo Mussa en tono irritado, secándose el rostro con una pequeña servilleta de papel.
―El Internacional.
Timbró el teléfono sobre una repisa. El mozo se escabulló a contestar.
Mussa sacó del paquete un cigarrillo doblado y húmedo, y lo encendió. Empezó a toser, descubriendo indolentemente, como despertándose de una siesta, que estaba en el lobby de un hotel. Había ingresado al primer establecimiento iluminado que se le cruzó después de caminar un rato bajo la lluvia. Sin rumbo y sin ganas. Por la Sexta Avenida. Por el Pasaje Rubio y el Pasaje Aycinena. Por el Parque Colón. Varias veces había vuelto al Portal del Comercio y caminado enfrente de su tienda y luego enfrente de la entrada al Edificio Elma, pero siempre prefirió seguirse mojando que subir los tres niveles de gradas y abrir la puerta de su pequeño apartamento y tener que sentir una vez más aquel olor a abandono, y tener que acostarse una noche más a la par de aquella impresión muerta que su Alexandra había dejado grabada sobre el aguado colchón.
El mozo regresó y de nuevo se quedó de brazos cruzados a la par de la mesa. No miraba a ninguna parte.
―Tiene cenicero ―dijo Mussa con brusquedad, cuando en realidad quería decirle que se retirara, que deseaba estar solo.
Tras alcanzarle un cenicero de barro de la mesa vecina, el mozo volvió a tomar su misma postura.
―Usted quiere una habitación.
Más que pregunta, se lo había dicho el mozo como un desafío.
Mussa lo ignoró. Se terminó lo que restaba de su whisky y elevó la copa.
―Tráigame usted otro.
El mozo tomó la copa vacía y caminó hacia la única repisa donde, al lado del teléfono, estaban alineadas cuatro o cinco botellas.
―Usted quiere una mujer ―declaró mientras servía el whisky.
Mussa no dijo nada.
―Yo le consigo una mujer ―dijo entregándole la copa.
Volvió a sonar el teléfono. El mozo corrió a responder y el viejo libanés creyó escucharlo negociando un precio. Al colgar, el mozo regresó a su sitio próximo a la mesa.
―A ustedes les gustan las culonas.
Mussa no entendió quiénes eran «ustedes», si los viejos o los árabes o los extranjeros o los hombres solitarios o los bebedores de whisky, y decidió mejor no preguntar.
―Le doy buena tarifa ―murmuró el mozo con cautela.
De pronto Mussa sintió un frío profundo, intenso, como si procediera desde sus huesos.
―Ah ―dijo el mozo y se frotó la nariz―, usted quiere alguito para sentirse bien.
Mussa estaba temblando. Sus dientes tiritaban.
―También le doy buena tarifa.
―¡Khara! ―aulló en árabe.
El mozo abrió los ojos y levantó las manos, mostrando las palmas.
―¡Ya, usted mierda! ―gritó el libanés casi cayéndose de la silla.
En el aire blanco se quedó lamentando una flauta.
―¡Lárguese! ―gritó Mussa.
Y en silencio, casi asustado, el mozo empezó a retroceder hasta llegar a la repisa donde estaban las botellas y el teléfono. Hizo una llamada, en susurros, siempre de espaldas. Cuando colgó y se dio la vuelta descubrió al viejo con la cabeza recostada sobre la mesa y los ojos cerrados. Se le acercó. Estaba roncando. Tenía las mejillas rojas y empapadas y la mano derecha estaba como sosteniéndose el propio corazón. Aún temblaba. El mozo arrancó el mantel blanco de la mesa más cercana. Se lo echó encima al viejo, cubriéndolo hasta los hombros. Luego se sentó a su lado y le puso una mano aceitosa sobre la frente y empezó a rezar.