Cómo mueren las democracias (2018) es un libro de actualidad. Pero, debido a la rampante velocidad con la que esta corre, hay partes que hoy tienen sabor a periódico viejo. No obstante, lo esencial del mensaje permanece vigente. “¿Está nuestra democracia en peligro?” es la pregunta con la que abre libro y ahora, muy pocos años después, su respuesta parece obvia. En su momento, varios calificaron de alarmista algunas especulaciones sobre el desfallecimiento de la democracia estadounidense. Sin embargo, tras los hechos sucedidos en el intento del golpe de Estado del 6 de enero de 2021, lo único exagerado sería no tomarse la amenaza en serio. Ahora la pregunta inaplazable es, “¿cómo hacer para que convalezca?”.

La pregunta la formulan Levitsky y Ziblatt en referencia a su país, los Estados Unidos de América, epítome del modelo democrático liberal y republicano. En el norte han estado acostumbrados a ver a las democracias peligrar fuera de sus fronteras —varias veces incluso tomando un rol activo en la defunción,– pero desde que eligieron a un autoritario para estar al frente del gobierno están obligados a verse frente al espejo. La cuestión es que, según los autores, los Estados Unidos cuentan con un modelo canónico y referente, que además contaba con reglas informales; como la tolerancia mutua y la contención institucional (forbearance) que permitían el funcionamiento democrático sin la irrupción de extremistas. Sin embargo, estas normas se han perdido a lo largo de las últimas décadas, ha decaído en la polarización que ya conocemos. Su sistema funcionó de manera estable, sí, con la salvedad de que nunca fue inclusivo, por lo que aún les queda para lograr un auténtico gobierno que sea democrático y plural.

Los “liberales” de este país deberían anotar en su libreta que no basta un bonito dibujo de instituciones con incentivos correctos, sino que también es imprescindible actuar de buena fe y seguir unas normas no escritas para que la democracia funcione. Aquí el diseño sirve de fachada para mantener privilegios, porque el resultado es la perpetuación de la desigualdad y el rechazo al disenso por muchas vías. Síntoma de ello es que estemos tan acostumbrados a que los “liberales” de estos lares no acepten como legítimas posturas distintas a las suyas y vean a los rivales como enemigos, ignorantes y mal intencionados. Comunistas antes, chairos ahora, una categoría con la que fabrican el miedo que sirve para justificarse y saltarse las reglas a su antojo, como cuando financiaron ilegalmente a un comediante sin ninguna consecuencia posterior. Bajo esa visión, para estos liberales la política es la continuidad de la guerra.

El título, al ser una pregunta en general, Cómo mueren las democracias es un recuento narrado desde la morgue de las democracias según las evidencias que dejan las autopsias. Se describen casos como el de Hugo Chávez, Alberto Fujimori, Juan Perón, Viktor Orban en donde los fallecimientos no siempre son causados por un paro cardiaco o un balazo repentino y contundente —como lo fue el golpe de Estado del 54 en Guatemala perpetuado por Castillo Armas de la mano con los Estados Unidos— sino que también los hay progresivos y sutiles. De hecho, el fascismo y el nazismo, dos de los regímenes totalitarios más conocidos, fueron electos por la población a través de instituciones democráticas. En estos casos la muerte es más bien una progresiva erosión de las instituciones que transcurre de manera imperceptible —así como el viento con las grandes rocas—, como los pasos a hurtadillas de ciertos líderes para concentrar el poder.

En Estados Unidos los partidos, han funcionado como “contenedores” y guardianes de la democracia, a pesar de que no fueron suficientes para detener a que alguien como Donald Trump llegara al poder. Por otra parte, en este país ideológicamente pervertido, no contamos con partidos institucionalizados, ni con contenedores de ningún tipo, ni siquiera las correcciones institucionales de los pesos y contrapesos. El trabajo que hacen muchos medios periodísticos es develar lo que los poderosos y corruptos intentan mantener oculto, sufriendo, teniendo como resultado hostigamiento y dificultades. Es difícil acuerparlos, pues se encuentran en una sociedad civil poco vigorosa que reclame sus derechos. Por lo que la pregunta en estas condiciones sería, ¿tenemos todavía una democracia? No sé, pero me preocupa que los “liberales” no callen respecto al régimen chavista u orteguista, mientras que mantienen el silencio desde hace años ante la obvia defunción que estamos presenciando (y de la que muchos de ellos están formando parte activa con cuidados paliativos). La deriva autoritaria es evidente y los actores que lo están llevando a cabo, más los que la están justificando, han quedado desnudos.

Además, los mismos “liberales” antidemocráticos no ven las similitudes con otras autopsias en las que algunas élites jugaron un rol y legitimaron al autoritario creyendo que lo controlarían. ¿Qué podemos pensar cuando el sector privado organizado protege y promueve perfiles no idóneos, con graves señalamientos detrás como Consuelo Porras, la fiscal que ha procurado impunidad a los corruptos, o callan ante los abusos o actos criminales del actual y anterior presidente (¿a quién financiaron?). ¿Qué decir de los engaños de FUNDESA y Repúblicagt o el mutis MCN y afines? La única explicación es que prefieren congraciarse con aliados incómodos — como lo es el narcotráfico, redes criminales y extremistas como Fundaterror—, incluso participar del desfalco, antes que tener una auténtica democracia en donde las reglas del juego apliquen para todos sin privilegios de ningún tipo. Se da una “abdicación colectiva” con respecto a la democracia del tipo de “colusión ideológica”, pues el Pacto de Corruptos, a pesar de sus distinciones, funciona y se protege como un bloque.

El libro puede ser muy útil para analizar y desvelar autoritarios que ahora parecen venir en las cajas de los cereales. Podemos pensar en la deriva autoritaria de Bukele (otro admirado por nuestros “liberales”) o en la propia de Giammattei. La primera señal preocupante es la ausencia de compromiso con las reglas democráticas del juego, pues con el Estado cooptado hacen de la división de poderes y la alternabilidad de poder solo una fachada. Caso evidente son los grandes esfuerzos que hicieron para incluir a Consuelo Porras en el proceso de elección de Fiscal General del Ministerio Público a pesar de las graves señalizaciones y del plagio cometido. La segunda es el rechazo de la legitimidad de los opositores presentándolos como enemigos, tal y como lo han hecho criminalizando a jueces y fiscales, al igual que cuando amedrantan a CODECA, llamándolos terroristas en lugar de buscar resolver la evidente problemática. La tercera es la tolerancia o promoción de expresiones de violencia. Irrisorio cuando nos referimos a un gobierno que no conoce el diálogo, sino que “resuelve” a puro Estado de Sitio y reprime las legítimas manifestaciones. En este último hago mención sobre la investigación de la minera Izabal, en donde coinciden empresas transnacionales extractivas y el despojo de tierra de las comunidades con redes de corrupción que compran al aparato Estatal como una maquinaria violenta puesta al servicio del capital, justificada por siglos de una lógica racista, excluyente y capitalista. Y la última señal es si limita las libertades de los oponentes, incluido los medios de comunicación, en donde no solo continúa la hostilidad y la nula transparencia hacia la prensa independiente, sino que en, aras de defendernos contra la ficción del “comunista” y alinearse a los valores religiosos fundamentalistas, marginan cualquier propuesta opositora que quiera cambiar o detener el desfalco.

Un mensaje muy importante para la oposición y la sociedad civil es que, si aún hay medios institucionales para actuar, hay que insistir en ellos hasta agotarlos. Es necesario y urgente conformar un amplio frente democrático para protegernos del fascismo conservador que está en auge en Guatemala y hacerlo por la vía institucional antes de que sea demasiado tarde. Dejar nuestros desacuerdos temporalmente para salvar lo que queda de la democracia y reinstaurar un gobierno al servicio de todos es el primer paso de cualquier plan que quiera mejorar Guatemala.