Fue en Sophos, ese paraíso que seduce por sus ciudades de libros y por el licuado de maracuyá y cardamomo. Buscaba un libro agotado, y salía con un descubrimiento. Detrás del mostrador, Wellington, el chico que me atendía y quien suele sugerir prodigios, preguntó datos para facturar. Di mi nombre. Un señor en la fila sonrió y me vio como quien encuentra algo perdido. Con cara de mucha letra dijo ─su nombre…─ y el resto de la frase quedó suspendida entre su boca y el aire  ─es maya─ expliqué, anticipándome unos segundos. Es mi costumbre, lo repito como grabadora en call center porque pocos lo saben y muchos preguntan.

─Sí, es maya, y es literario. Sobre todo es nombre de nuestra literatura─  afirmó el señor detrás de su pequeña Babel de libros. Lo dijo como si subrayara con lápiz fino la última frase. Su voz sonaba a conocimiento sobre lo dicho.

─Guayacán─ respondí. Era indígena, lacandona para precisar, mi tocaya. En su honor me llamo así. Mi papá se enamoró de ella y de la selva de Rodriguez Macal. De niña no me convencía. Pero de tanto convivir, mi nombre y yo nos entendemos. Ya nos queremos. Fue un regalo que me dejó mi viejo, hace mucho lo comprendí.

─Pues llévelo bien y no olvide la historia que inspiró a su padre─ sonrió el señor. A quien no olvido es a mi padre, su corta historia y la devoción que profesaba a la literatura. 

Estos encuentros transparentes solo suceden en ambientes como Sophos. Con personas que aman los libros. Como los amaba mi papá, como los adoro yo. Y seguramente, también el señor con quien coincidí durante ese minuto, en una tarde simple, en este ambiente poco común que tanto deja a quienes lo frecuentamos.