En qué nos estamos convirtiendo – Nunca me abandones de Kazuo Ishiguro

Por Mateo Echeverría

Como ecos de advertencia retumban las voces de alerta cada vez que el camino del progreso parece abalanzarse sobre el precipicio de la barbarie. La literatura es un espacio en el que la imaginación nos permite interrogarnos desde realidades posibles –que aún no son pero podrían ser– y ver qué pueden decir sobre nuestro presente. Un puente entre lo posible y lo real. El progreso técnico –con sus enormes beneficios para la vida– ha sido y será fuente de grandes oportunidades, sin embargo, los avances pueden terminar de soslayar cuestiones éticas que nos pone de frente ante nuestra propia humanidad. Están los optimistas que con razón ven en la tecnología la respuesta y solución a varios interrogantes y obstáculos, pero también murmuran las voces prudentes sobre algunas amenazas que parecen sacar las orejas.

Hannah Arendt dejó caer en La condición humana (58) la sospecha de que lo que mueve a los científicos que fabricarán el hombre del futuro es una “rebelión contra la existencia humana tal y como se nos ha dado”. Pareciera como si el precio a pagar para alcanzar cierto progreso incluyera el costo de lo que somos, o como si en las sombras que crea el castillo en el que se yergue la civilización, la barbarie se multiplicase agazapada y a sus anchas. Ya no es tanto hacia dónde vamos, la pregunta, sino quiénes somos mientras andamos. Porque pareciera que, así como a los seres avanzados en La posibilidad de una isla de Houellebecq se les hace incomprensible los gestos humanos de la risa o las lágrimas, a la sociedad moderna se le olvida lo que consiste la humanidad tal y como la hemos entendido hasta ahora. Y es esta cuestión, la de nuestra propia humanidad, la que se pone en juego en el relato de Nunca me abandones de Kazuo Ishiguro. 

Patricio Pron escribió que Ishiguro es el autor más dotado para responder a la pregunta «en qué nos estamos convirtiendo». Sea una hipérbole o no, o sea posible saberlo o no, el premio Nobel en Nunca me abandones se sumerge con extraordinaria sencillez en la profundidad de nuestra humanidad. Y lo hace a través de una historia sencilla que se deja leer fácilmente. Se trata de unos niños que viven en un colegio privado inglés, en Hailsham, en donde lo que leemos se ajusta a lo que podríamos esperar de cualquier institución educativa. Sin embargo, aparecen retazos de algo que no encaja, preguntas suspendidas en el vacío sin contestar, y trozos de un enigma en el que esconde algo más, algo que intuimos fuera de lo normal. Es la tensión del misterio la que nos lleva a descubrir por qué esos chicos están retirados del mundo, aparentemente viviendo una plácida existencia –una  historia de amistad, aprendizaje y escarceos amorosos–, y es porque fueron fabricados con un propósito, y entonces la historia se torna en algo trágico y triste. Fue muy triste descubrir que su ineludible propósito es ser donadores de órganos para que los humanos puedan extender su vida y eso los hace “especiales”. Digo especiales porque los eufemismos llenan el espacio del vacío que dejamos cuando queremos justificar las barbaridades. Y digo barbarie porque lo único que los personajes de la novela quieren es vivir, amar y trabajar como personas normales –son capaces de experimentar amor, compasión, bondad, pero también celos, vergüenza, miedo– y eso nos hace cuestionarnos si en realidad los humanos no son ellos, y nosotros unos monstruos incapaces de verlo.  

«¿Quién, entre vosotros, merece la vida eterna?», pende la frase solitaria en una de las primeras páginas de La posibilidad de una isla de Houellebecq. Los fans declarados de la ciencia ficción –pienso en series como Westworld o películas como Ex Machina– estamos habituados a que esta pregunta mueva la trama. Pero, ¿qué tan cerca estamos de lograrlo? Yuval Noah Harari en Homo Deus afirma que todavía no hemos avanzado ni un segundo en la lucha contra la muerte, pero que será solo cuestión de tiempo. No sé si la estocada final a un mundo sin Dios que profetizó Nietzsche será real sólo con la creación de una nueva especie –los hombres dioses– como sueña la vanguardia del transhumanismo. La cuestión es eso, ¿qué seremos cuando eso sea una realidad? Prefiero imaginarme a esos seres del futuro como lo hace Houellebecq, rompiéndose la cabeza por comprender el misterio de la bondad, la compasión, la fidelidad, o el amor, pues me reconforta pensar que ellos nos verán con algún rastro de nostalgia, si es que son capaces de sentir algo. Ojalá pueda verlo para contarlo.