Es la terrorífica vigencia del libro la que no me permitía seguir leyendo, me comentó una amiga al terminar el libro. Es verdad que en El cuento de la criada de Margaret Atwood, la tensión entre ficción y realidad –una relación ya de por sí compleja, sin fronteras claramente delimitadas en la literatura– se complica aún más porque es una historia que funciona muy bien; es demasiado verosímil.

Me explico: al contrario de otras distopías, esta no es una ficción lejana –entendiendo ficción como un mundo creado y distinto del que habitamos– como lo puede ser la recreación en Un mundo feliz de Huxley, o los escenarios apocalípticos retratados en The Road de McCharthy, o la fantasía de La invención de Morel de Casares, y se diferencian porque El cuento de la criada es una historia demasiado real y plausible, incluso familiar y conocida.

Por momentos la novela se lee como una narración histórica; en otros parece transformarse en un recuento del hoy escrito en presente continuo; y a la vez puede ser una advertencia de un mañana que amenaza con implosionar en épocas de crisis. La propia autora afirmó que los eventos descritos o ya habían sucedido o estaban sucediendo. Se refería a la década de los 80s cuando fue publicada la obra que ahora cuenta con una secuela, Los testamentos (2019). De ahí la tensión entre ficción y realidad de la que hablamos más arriba. La vigencia de una obra permanece porque, si bien el contexto cambia, los miedos siguen siendo humanos, y por lo tanto, universales y atemporales. Se trata de un pasado latente que no termina de morir y que, en ciertos países como Guatemala, los políticos se encargan de resucitar cada vez que necesitan seducir a un electorado conservador con falsas seguridades en las que esconden y normalizan la intolerancia. Piensen en la violatoria derogación que hicieron con Planned Parenthood o la pantomima de Agustín Laje como invitado al Congreso. Aplacan miedos para justificar sus fechorías.

La prosa sensorial de la narradora nos transporta a una distopía que lamentablemente reconocemos como familiar, demasiado familiar. En medio de un contexto preocupante –como el decrecimiento demográfico– nos convertimos en testigos de la transición de un Estados Unidos en el que se vivía con libertad a uno totalitario, intolerante, represivo. El golpe de Estado que irrumpe y pone fin a la democracia estadounidense lo perpetúa un grupo teócrata, fanático y poderoso cohesionado por un fundamentalismo religioso que justifica todas las violencias imaginables y aniquila la libertad individual. Durante el relato somos testigos de la ascensión e imposición de un régimen cada vez más represivo, que va eliminando las instituciones democráticas y liberales –vemos, por ejemplo, la eliminación de la libertad de prensa o de la supresión de los derechos de las mujeres– hasta que se consolida en el régimen totalitario pleno conocido como Gilead.

Un Estados Unidos que pareció resurgir o quiso despertar con la llegada de Donald Trump al poder. Un personaje misógino que parte de su éxito se explica ponderando sus actitudes machistas, la intolerencia que exudan sus palabras disfrazado de «incorrección política», sus mentiras con las que mostró un profundo desprecio por los hechos, y sus actitudes autoritarias que aún encarnan una verdadera amenaza a la democracia global. Estirando un poco el asunto, si me permiten rizar el rizo, la secta de QAnon y los fundamentalistas religiosos que lo apoyan, como los radicales que irrumpieron a la fuerza el Capitolio el 6 de enero, no están muy lejanos a ello, y es una amenaza que aguarda latente (ahora más bien patente). Y lo preocupante no son estos fanáticos dispuestos a las peores locuras porque suelen ser minoría, sino los ciudadanos razonables, los que todavía tienen contacto con la realidad y el sentido común, pero a pesar de ello se sienten atraídos con opciones autoritarias e intolerantes.

La narradora –y la insistencia de Atwood de no alejarse de ella– es el gran acierto en la novela. Ella constituye la pieza central del libro, el gravitas de la narración de la que, sin embargo, no llegamos a conocer ni su verdadero nombre. A pesar de estar tan cercanos a ella, de acompañarla en algunos de sus momentos íntimos y de compartir habitación con el runrún de su cabeza, ella no es más que un espectro sin nombre, o con un nombre impuesto, falso, Offred.

Casi tan falso como el pasado que vivió libremente. Un pasado con un nombre, amigos y familia que permanece en lo imperecedero del recuerdo, un pasado que ve desde la nostalgia que es lo único que le queda en su actual condición de esclava. Ella es casi un espectro, casi no es humana, y eso es lo que logra el régimen totalitario de Gilead: hacer que su individualidad, su unicidad, desaparezca casi por completo, reduciendo a la nueva Offred al único valor funcional que le queda: su fertilidad. Eso son las criadas, mujeres que con un vestido rojo esconden su piel y belleza, su individualidad, y muestran un símbolo, el de la fertilidad. Mujeres reducidas y oprimidas a un «destino biológico» impuesto.

Los símbolos son muy importantes porque dan orden y estructura al régimen. La sociedad implantada en esta nueva teocracia está dividida en categorías en donde unos reprimen a otros. Sin embargo, lo interesante es que en algún momento todos se convierten en represores y cómplices. Los rituales, la violencia sistemática, inesperada y casi aleatoria, y la organización centralizada, dan una sorprendente cohesión al grupo que es prácticamente imposible de romper desde dentro. Pero así como hay personajes que se lo creen de verdad –que interiorizan sus roles, no solo las despiadadas tías, las opresoras que cuidan y cumplen el rol fundamental de adoctrinamiento, sino también, y aquí lo interesante, las oprimidas, como las Martas o las esposas de los comandantes que también oprimen a otros– hay otros personajes más complejos y grises, como me lo pareció el comandante

Como dije, en este punto se revela algo muy interesante: tanto victimarios como víctimas son en realidad víctimas (sin ser iguales) de una estructura superior que actúa en ellos porque es el sistema que los aliena. Por supuesto que a los estratos superiores les genera algún tipo de beneficio, aunque sea eximirlos del maltrato o violencia que ellos mismos ejercen a los que están en una categoría inferior. Y solo ese miedo, la posibilidad de sufrir violencia gratuitamente, es suficiente para aceptar perder la libertad y por lo tanto la humanidad.  

¿Les suena conocido?