De Hungría, ¿qué conocemos?

Acaso tal vez la aglutinación morfológica de su idioma. O podríamos hacer alusión a la caída del Imperio Austrohúngaro tras el magnicidio del archiduque Francisco Fernando, autoría del joven revolucionario Gavrilo Princip. Y más aún, si nos forjáramos una actitud de buscatesoros, ineluctablemente, recalaríamos en los tentáculos de Sátántangó. Nace el largometraje dirigido por Béla Tarr, cuya duración excede las 7 horas, a partir del pandemonium forestal de László Krasznahorkai, publicado originalmente en 1985.  Historia de la putrefacción del alma y el despojo de la habitualidad del hombre a su pulsión por destacar en su afán de alcanzar la prosperidad, empañada por un espectro rancio de blancoscuros: negros lívidos y blancos hollinados; es un retrato celso de las lamentables e insalvables penurias de un poblado rural, conformado entre otros, por un doctor, alcohólico y acomodaticio, que escribe en varios cuadernos sus impresiones misantrópicas a cerca de sus vecinos, un líder político que retorna a la explotación como Mesías aparentemente del Seól, un fondista que despotrica contra las telas de araña que proliferan en las esquinas de su localidad (aunque nunca haya visto una araña y se las imagine invadiendolo todo mientras asiesta), una niña que sube a su gato a un desván a mostrarse su capacidad de probar su superiodad.

Implantada en los finales del Comunismo en Hungría, nos damos de bruce con la esperanza coagulada de los habitantes de la explotación por presenciar y acuciar la reactivación de una cooperativa que los saque de su convivencia pobrísima, llena de tirantez y miedo (del miedo que despinta óxidos e irises). Cercados por un bosque de encinos y barzales clandestinamente sórdidos, asfixiados, no por muchas lluvias, sino por una sola, ubicua e incognoscible, que afirma en su imperecedera manifestación, la suprema dominancia sobre todo aquello en donde cae, recae; los caminos, desfigurados en fango, negando su función de entrada y salida, representan las lamentaciones del espíritu atormentado por la estación de la escasez y los reproches susurrantes del fracaso.   Coincidencia o no, la novela de Krasznahorkai destella por su propia circularidad, técnica evidenciada, inscrita en los esquemas de la vanguardia, en el parentesco brillantísimo del inicio y su culminación, en los cuales, un leitmotiv de campanadas desde detrás del abismo de los campos de lodazal, despierta en el personaje-lector una metafísica de revelación ante El Eterno Retorno nietzscheano del destino.