Como mencioné en la primera parte, la historia de mis libros es la historia de mis amigos porque no entiendo a J. sin Vargas Llosa, ni a Kundera sin P., y yo no sé quién soy sin ellos. En fin, una comunidad de significados tejida a través de las letras, de buenos lectores y buenos amigos. Antes de seguir con los libros, quisiera dedicar un par de líneas sobre lo que en mi opinión es un buen lector, algo que tiene poco que ver con la selección de libros (se lee lo que nos mueve), menos con la cantidad (siempre serán poquitos), y ninguna relación con lo moral (la literatura suele habitar en los grises por lo que no gusta mucho al lector bueno, al mojigato).

Un buen lector es el que se somete a la pulsión de leer como si su vida dependiese de ello. A veces lee por puro vicio, otras por inercia, pero definitivamente es uno que necesita abrir un libro y ponerse a ello. Leer sin pensar en sus beneficios, ajeno a la búsqueda del éxito en su sentido reducido y a la imperiosa necesidad de mejorar, el horizonte infinito de la optimización personal. Pero además de entregarse frenéticamente, así como lo hace el fanático del fútbol, un buen lector es el que lee dispuesto a naufragar, el que tiene la predisposición a salir desorientado, el que no teme cerrar un libro con más preguntas que respuestas. A ese lector no le vale la excusa, ni la del tiempo porque siempre lo encuentra, aunque sea robándoselo a su pareja o al jefe cuando sale de la oficina. Pero, sobre todo, un buen lector es el que con cada página se percata de su ignorancia, de la complejidad y los grises de la condición humana, y mantiene intacta su capacidad de asombro.

Dejo de ser juzgón y vuelvo a los libros. Hay momentos en los que me gobierna la apremiante necesidad de encontrar refugio en libros de no ficción, a lo mejor como una reacción a la excesiva irrealidad de la que está teñida la vida contemporánea con tanto fake news o hechos alternativos. Además de los ensayos que mencioné en la primera entrada, en donde hacía referencia a una etapa de lecturas existencialistas, también he encontrado cobijo en algunos libros de sociología y filosofía política, pero al ser un tema muy específico, daré pocas referencias.

El indiscutible, al que incluso conocí personalmente, es Zygmunt Bauman, cuyas obras me dieron un marco de referencia para entender la liquidez de estos tiempos, no solo a nivel estructural, sino también la que habita en mi interior. Para los que tengan un mayor recorrido teórico, léanse directamente Modernidad líquida, y para los que menos, Vida líquida. Algo similar podría decir de los escritos de Hannah Arendt. El libro La condición humana y varios de sus ensayos como La promesa de la política, han sido esclarecedores en muchos sentidos, en especial en mi relación con la política.

Sin embargo, algunos de los libros de Arendt son realmente densos, por lo que aprovecho a recomendar alguna lectura filosófica para un público amplio que funcionan a la vez como una radiografía de los malestares que nos atosigan y respiran al cuello. En este sentido recomiendo filósofos como Michael Sandel, con su libro Justice o The Tyranny of Merit, Charles Taylor con Ethics of authenticity, a Daniel Innerarity con sus reflexiones sobre la democracia, o los geniales libritos del filósofo coreano Byung Chul Han.

Otros libros han llegado por diversas y sinuosas vías, y acaso no sea más que la constatación del azar que con sus caprichos gobierna nuestra vida. Aquí solo haré una mención a los más importantes: Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, es el libro que más he disfrutado leer, y sería el único que me llevaría a una isla solitaria; No contar todo, de Emiliano Monge; Ordesa y Alegría de Manuel Vilas, dos experiencias absolutamente conmovedoras; y El olvido que seremos de Hector Abad Faciolince, que me hizo llorar y reír por igual.

Por otra parte, gracias a los clubes de lectura, he tenido la oportunidad de descubrir y redescubrir a Andrés Neumann con El viajero del siglo (ténganle paciencia que tarda en arrancar); a Juan Gabriel Vázquez con El ruido de las cosas al caer y La forma de las ruinas; a Patricio Pron con su radiografía del amor contemporáneo en Mañana tendremos otros nombres; a Hesse narrando las dificultades de vivir que tiene El lobo estepario; a la maravillosa pluma de Stefan Zweig en su hermoso y trágico testimonio en El mundo de ayer; a Guillermo Arriaga, cuya maestría no me dejó soltar Salvar el fuego ni un minuto. Y por último, añadiré que el escritor al que más quisiera (y he intentado) imitar es a Michel Houellebecq, uno de los autores más vigentes, en cuyos protagonistas lamentablemente nos veo reflejado. Todas sus novelas son excepcionales, pero mi favorita es La posibilidad de una isla.

Ahora bien, no puedo dejar de mencionar a los novelistas contemporáneos guatemaltecos, –que no por ser nacionales son merecedores de otra categoría– de los cuales confieso he leído pocos, bastante pocos. En los años que viví afuera (la mayor parte de mi vida adulta) jamás consideré, desde la más rancia ignorancia que conlleva un profundo malinchismo, –pero también la apremiante necesidad que tenía de querer desvincularme del pasado, el deseo profundo de alejarme de esa tierra maldita– la literatura escrita por guatemaltecos como una geografía por explorar, una opción más; sin embargo, pronto descubrí de lo que me estaba perdiendo.

Primero cayó en mis manos un libro de Eduardo Halfon, después del cual no pude dejar de devorar los siguientes, obsesionado. Luego, en una biblioteca pública en Madrid solo encontré a Rey Rosa y a Dante Liano y ambos me parecieron magníficos, aunque especialmente El material humano del primero. Una vez de vuelta porque Volver implica demasiado devoré los fantásticos libros de Javier Payeras, especialmente las tres novelas que recorren la Ciudad de Guatemala –Ruido de fondo, Días amarillos, y Limbo–, y disfruté con las grandes obras de Carol Zardetto, tanto Con pasión absoluta como Cuando los Rolling Stones llegaron a la Habana, libros tan disímiles entre sí pero fantásticos; y qué decir de las novelas de Arnoldo Gálvez que, tanto Los jueces como Puente adentro, me encandilaron de inicio a fin.

Aquí en Guatemala, como de libros y amigos hablamos, mi primer amigo escritor fue Juan Pensamiento, quien me obsequió y disfruté con su original y divertido libro de cuentos PerZona y ha sido él, entre otras personas, quienes me han ido enseñando sobre literatura nacional. Una laguna a la que apenas entro y ello me alegra porque significa que aún quedan muchos libros por descubrir, muchas páginas por comentar.