La sencillez de la vida y de las cosas

En el (des)concierto de las naciones, América Central tiene muchas más certidumbres porque hace medio siglo en Guatemala se avecindó Francisco Pérez de Antón y se puso a escribir libros fulgurantes como El gato en la sacristía, Los hijos del incienso y de la pólvora y La guerra de los capinegros, entre otros, a los cuales hoy sus multitudinarios lectores agregan el azogue de Heridas tiene la noche, su nueva novela, también escrita a mano, pero sobre todo con fuego.

José Luis Perdomo Orellana

José Luis Perdomo Orellana: En una entrevista a propósito de La guerra de los capinegros, su novela de 2006, usted dijo en relación con las dedicatorias: “Todos los libros los tengo dedicados a mi esposa, a mis hijos o alguien más. No encontré a quién dedicar La guerra de los capinegros, donde hay un problema de fondo bien grave que me impidió escribir una dedicatoria”. ¿Le sucedió lo mismo con Heridas tiene la noche?

Francisco Pérez de Antón: Mi primera intención fue dedicárselo a las víctimas de la guerra civil de Guatemala, pero caí en la cuenta que debía matizar el concepto de víctima e incluir también lo que el Pentágono ha dado en llamar collateral damage, es decir, las víctimas indirectas de la guerra, que fueron la inmensa mayoría. Me parecía que hacer una digresión así era impropio de una dedicatoria y decidí dejar el espacio en blanco.

Su nueva novela está integrada en tres partes. La primera abre con un epígrafe de Corneille y la tercera con uno de Gladwell. ¿Están ambos entre sus lecturas frecuentes?

He leído de Gladwell dos libros: Blink y David y Goliat. Del segundo de ellos extraje la cita para la novela. En cuanto a la de Corneille, no sé de qué obra proviene. La frase me quedó en el último año de bachillerato, en Madrid, cuando estudiábamos a los tres grandes del teatro francés: Corneille, Racine y Moliére. Yo tenía 16 años, era hijo de una guerra civil y todo el mundo hablaba aquellos días (sotto voce claro está), de cómo los franquistas o los «rojos» habían asesinado a algún miembro de su familia. Por eso no olvidé nunca la cita («la guerra civil es el reinado del crimen»), y me pareció que sería un buen pórtico para la novela.

La segunda parte abre con un epígrafe “De un palimpsesto sirio del siglo II A. C.” ¿Existe ese palimpsesto o es un epígrafe novelado por usted?

Preferiría que lo averiguara el lector. Hay una conversación en la novela que da un indicio al respecto.

El capítulo “Puente sobre aguas turbulentas” alguna resonancia tiene de la magna obra A merced de corrientes salvajes del autor ucraniano Henry Roth. ¿Fue esa su intención o se trata de una coincidencia poética?

No he leído a Henry Roth, pero me gustan Simon & Garfunkel. De ellos es la preciosa canción con ese título, de fines de los sesenta, que usé como metáfora del 68 en que comienza la novela. Había otra razón además. La de situar el desenlace de la obra en otro puente, este último con aguas más tranquilas. Ya sabe, lo de la simetría entre principio y final de una narración. Siempre funciona.

“Por quién doblan las campanas” es el título del capítulo 4 de la primera parte. ¿Es un saludo a Hemingway? ¿Es un homenaje al poeta inglés John Donne (“Ninguna persona es una isla. / La muerte de cualquiera me disminuye / porque estoy involucrado en la humanidad. / Por eso, no preguntes por quién doblan las campanas / Están doblando por ti.”)?

Hemingway tomó esos versos de Donne y los situó en el pórtico de su famosa novela sobre la Guerra Civil española. De ellos tomó las palabras para el título. Pero en mi caso, haber usado este último no obedeció a ningún homenaje a Hemingway o a Donne, sino a la «resonancia» literaria, como usted bien dice, que esas palabras podían provocar en el lector, en un capítulo donde las campanas tienen un especial protagonismo.

¿Es un guiño a Raymond Chandler “El simple arte de matar”, título del capítulo 3 de la segunda parte? ¿No es una simpleza chandleriana unir el verbo “matar” a las palabras “arte” y “simple”

El simple arte de matar es un librito con ocho relatos breves y un ensayo titulado justamente así. En él, Chandler asegura lo que sigue: «El relato policíaco tiene que encontrar su público mediante un lento proceso de destilación. Es un hecho comprobado que lo hace y que después lo agarra con gran tenacidad; las razones de ello son tema de estudio para mentes más pacientes que la mía. No pretendo en modo alguno mantener que sea una forma de arte vital e importante. No existen formas de arte vitales e importantes; solo existe el arte, y hay bien poco. El crecimiento de la población no ha hecho aumentar la cantidad de arte; únicamente ha aumentado la pericia con que se producen y despachan sucedáneos… Supongo que el principal problema de la novela policíaca tradicional o clásica, o directamente deductiva, o de lógica y deducción, es que para acercarse algo a la perfección necesita una mezcla de cualidades que no se encuentra en la misma mente. El constructor de sangre fría, además, no viene equipado con personajes con vida, diálogos chispeantes, sentido del ritmo y un manejo preciso de los detalles observados. El tipo capaz de escribir una prosa vívida y colorista simplemente no se va a molestar en hacer el trabajo de chinos de desmontar coartadas indestructibles». Mentía como un bellaco, porque si alguien tiene una prosa chispeante, sentido del ritmo y detalles sorprendentes es él. Sencillamente era una manera muy personal de ensalzar el arte de escribir una obra maestra de la novela negra como El halcón maltés o El sueño eterno, o lo que es lo mismo, hacer una descripción irónica del simple arte de matar, frase que yo he usado en mi libro con un sentido y una intención diferentes. Mi novela tiene como tema sustancial un crimen en medio de una ola de crímenes y un tiempo en que, en efecto, matar se convirtió en un arte muy sencillo, casi vulgar.

Usted, que conoce mucho más que nadie a Aloisio Ayarza, ¿quisiera contar a sus lectores si él hubiese encontrado un asidero en las líneas de Novalis (Himnos a la noche) “Jamás en este mundo temporal / se calmará la sed que nos abrasa”?

No lo creo. Ese jamás del poema expresa ya desde el principio una disposición de ánimo cercana a la de Ayarza. Pero él no busca un asidero. Solo piensa que su sed únicamente la puede calmar mediante la retribución, sea esta o no legal.

Si le dijeran que su nueva novela comparte las atmósferas de obras maestras como El ministerio del miedo de Graham Greene, La sospecha de Dürrenmatt, El que recibe las bofetadas de Andreiev, El Leviatán de Joseph Roth y Nido de víboras de Mauriac, ¿aceptaría esas compañías?

Acepto esas compañías, claro está, cómo no voy a aceptarlas, pero no la comparación. Soy un escritor tardío y conozco mis limitaciones. Me agradaría, sin embargo, compartir con esos extraordinarios escritores y pasar largas veladas en su compañía para aprender de ellos.

A casi ningún cura “le va bien” en sus novelas. En Heridas tiene la noche tampoco “le va bien” a los médicos: “Los doctores son así de creativos. Dan soluciones impracticables para aplicar en situaciones infrecuentes” (p. 12). ¿Ya no hay alivios reales para el cuerpo ni para el alma, sólo placebos?

Tengo un gran respeto por los médicos. Son para mí los héroes de nuestros días. Los sicólogos, en cambio, son otra cosa. Y el personaje de la novela se refiere aquí a un terapeuta, aunque de forma irónica. No es una posición existencial, es uno de esos comentarios que todos solemos hacer de los doctores, como también de los abogados o los ingenieros. En todos lados cuecen habas y un hombre que, como Ayarza, lleva tanto tiempo padeciendo de estrés postraumático sin que se haya podido curar del todo, tiene derecho a soltar un exabrupto de vez en cuando. Los curas, en cambio, son otra cosa. Pues si el sicólogo atiende a las legítimas demandas de la psique, el cura se mete donde nadie le llama.

En la página 17, Ayarza se niega a recibir “la comunión” ofrecida por un jesuita de “ojos sin vida” que había reiterado años atrás que “la lucha armada era el único medio para hacer efectivo el principio del amor al prójimo”. ¿Hay en Ayarza influencias de Voltaire, de Christopher Hitchens y de la masonería radical?

La frase es textual y procede de un importante teólogo de la liberación. Trabajé muchos años, yendo y viniendo a El Salvador, y conozco bien la teología que se desarrolló allí en los años 60 y 70. Todos los meses leía la revista ECA, editada por los jesuitas, y sé por tanto lo que escribo y lo que digo. Casi todos eran vascos, incubados en seminarios pro-etarras que difundían ese tipo de violencia. Pero Ayarza no tiene influencias de Voltaire ni de Hitchens, a quienes por cierto admiro muchísimo. En cuanto a la masonería radical, hace tiempo que su poder es muy reducido. La personalidad religiosa de Ayarza se corresponde más que nada con quienes dejaron de creer aquellos años, a causa de esa contradicción entre la doctrina cristiana y la praxis que la rama radical de los jesuitas predicaba.

En Ayarza “ronroneaba un gato montés, peludo y de mirada iridiscente, que se encrespaba con facilidad ante el engaño o el abuso. Rara vez le permitía salir, convencido de que podía hacer daño. Así y todo, lo tenía en todo tiempo alerta, ya fuese para marcar territorio o como última defensa de su dignidad y su persona.” ¿Qué animales ronroneaban en el pestilente jura Garellano?

La respuesta está en el último capítulo de la novela, donde cuento un juego entre dos animales. Pero, en general, yo diría que Garellano se corresponde con toda bestia que abusa de un ser más débil. Este es un planeta asesino donde, para vivir, es necesario matar a un ser vivo, sea una planta, un ave o un pez.Y Garellano encarna a la perfección esa ley brutal.

A Ayarza lo ha acompañado siempre la frase “He tenido veinte años y no permitiré que se diga que es la edad más hermosa de la vida”. ¿Desde cuándo lo acompañan a usted Paul Nizan y Aden Arabia?

La frase de Nizan en su libro la leí en mis tiempos de estudiante en Madrid. Así comienza su libro. Era el final de los 50. España era un país muy triste y muy cutre, adjetivo que se usaba para destacar las miserias que vivíamos entonces. Algunos domingos, nos reuníamos varios amigos en una vieja casa del centro de Madrid para jugar al póker. Mientras ellos echaban las cartas, yo me refugiaba en una biblioteca desvencijada, que había sido de su abuelo, y leía. Allí encontré a este comunista francés que me impresionó muchísimo. En especial, ese su sentimiento de pesar por una juventud perdida, tan parecida a la que esos años nosotros vivíamos. Después la frase se popularizó al punto de hacerse proverbial.

Según Ayarza, “Los poderes piden perdón por sus errores, no por sus delitos. Gobiernos, iglesias, ejércitos, corporaciones. Es más fácil lavarse las manos así. ¿Por qué un ciudadano común no podía usar también ese pretexto? Se comete el crimen, se reemplaza la palabra delito por la palabra error y estamos. Absolución garantizada.” ¿Cuál sería su respuesta a la inquietud de Ayarza?

Se trata de un reventón ácrata, eso es todo. Una de esas cosas que decimos cuando la vida se nos vuelve en contra y quisiéramos saltarnos a la torera las leyes y las reglas y mandar todo a los cuernos de la Luna.

Si se hiciera una película o una serie de Netflix con Heridas tiene la noche, el soundtrack incluiría la marcha de Lohengrin, boleros de Los Panchos y Olga Guillot, una rola de los Buffalo Springfield, los balbuceos de Frank Sinatra y Julio Iglesias, las lamentaciones de Violeta Parra, entre otros. ¿Por qué no aparece Kansas y su monumental himno “Polvo en el viento”?

Porque no se me ocurrió. Dust in the wind es una de mis canciones favoritas, sobre todo ahora, cuando percibo cuán breve es la vida, algo que los chicos de Kansas expresan tan bien en las primeras estrofas: I close my eyes, only for a moment and the moment’s gone.

¿Qué hace en Heridas tiene la noche el filo-sofista mexicano Chavo del Ocho?

Lo que ha hecho siempre, soltar palabras a la tarabilla y desesperar al pobre Quico.

¿Cuántas veces ha visto usted a Guatemala “triste, apagada, sin perfiles”, como “una especie de galeón entre la bruma”?

Muchas. Pero sobre todo en noches como la que describo en la novela.

En la página 69 se lee: “Cuando la reclusión se vuelve un modo de vida, la división del tiempo es cada más tenue. Sin nada que leer o distraerse, la existencia deviene una rutina semejante a la de los róbalos o las libélulas. ¿Qué más podía darles a ellos y ellas que ese día fuese martes o domingo o que un año tuviera doce meses? En ausencia de referencias temporales, el cerebro se desvincula de la realidad y se convierte en el domicilio de la depresión, la ansiedad y la paranoia.” Usted describe el abusivo encarcelamiento de Aloisio Ayarza, pero pareciera que se trata de un daguerrotipo del año 2020. Lo mismo sucede en la página 78, en la cual usted escribió: “Pero el azar, ese payaso desmañado y sin gracia, tiene la mala costumbre de aparecer en los momentos más inoportunos para trocear la dicha. Cuando todo parece en su sitio y la existencia se desliza con la alada suavidad de un planeador, de pronto te envía un tsunami, una guerra, una epidemia y lo pone todo patas arriba.” En algún momento de la escritura de Heridas tiene la noche, ¿tuvo usted un avistamiento del terrorismo pandémico planetario que venía en camino?

No soy tan clarividente. La novela estaba además casi concluida. Pero se me ocurrió mostrar que el estado de ánimo en 1968 era muy parecido al de ahora: miedo a salir de casa, a que el virus (una bala, una explosión) te cayera encima y, sobre todo, la incertidumbre de un estado de cosas que no sabías cuándo iba a concluir. Un escritor debe aprovechar esas emociones y trasladarlas al papel. Y creí que el lector podía también entender de esta forma lo que sentíamos aquellos días quienes no participábamos en la guerra, pero la vivíamos cada día, teniendo que ir al trabajo y tratar de hacer una vida normal a pesar de los peligros.

Siguiendo con las descripciones, en la página 70 escribe usted: “Serían como las cinco cuando empezaron a sonar las campanas a todo trapo. Campanas de toda edad y todo registro. Bronces gruñones, arrogantes. Esquilones cascados y adustos. Repiques jóvenes y parlanchines. Toda la ciudad campaneaba como un descomunal carillón. Campanas evocadoras de lugares lejanos: Acatán, Jocotán, Malacatán, Roatán, Camotán, Teculután. Tañidos histéricos, nerviosos. Cencerros enajenados, tantanes cascabeleros, batintines bizantinos, talán, talán, din, don, dan. Incluso la campana difunta tocaba. Y por encima del enloquecido clamoreo, una más imponente y mandona que, con timbre de bajo profundo, sincopaba el alboroto.” No todos los días se encuentran los lectores con líneas así. ¿Cuánto tiempo le llevó la hechura de ese retrato? ¿Lo hizo a mano o directamente en una computadora?

No escribo en computadora. Lo hago a mano. Siento que la pulsión creadora es más orgánica así, que el texto fluye directamente de las vísceras y el corazón. Me cuesta creer que pueda escribirse algo poético o hermoso estando por medio una máquina. Y una vez que tengo el «monstruo», como llamó no sé quién al borrador, lo paso a limpio en la computadora. Pero entonces ya no es el creador quien escribe, sino el editor, que es un personaje distinto. En cuanto al tiempo que utilicé para escribir esos párrafos, no lo puedo recordar. Sí sé decir que no olvidé a Miguel Ángel Asturias y su campana difunta y que, en casos así, empleo mucho más tiempo que cuando escribo diálogos o hago pura narrativa.

Menciona usted en la página 73 ¡el ron Carvi! ¿Cómo le hizo para sacar ese brebaje del generalizado palimpsesto nacional?

Porque era mi ron favorito. Lo prefería al Salutrán, como le decían al otro.

¿Se fotocopia la historia a sí misma, como para que uno de los personajes de Heridas tiene la noche diga en la página 82: “En seis días hemos retrocedido treinta años”?

Eso quise decir exactamente. Pero esa frase, debo admitir, es mía. La escribí en Crónica, en la portada o alguna otra parte, con motivo del asesinato de Gerardi.

Dado el florecimiento del “negocio de los ataúdes, los velorios y las flores”, ¿de veras, en 1968, en Guatemala, se fundó la Asociación Nacional de Funerarias?

Absolutamente cierto.

¿Qué hacer en un país en el que uno puede “tener como principio de vida no hacer daño a los demás”, pero donde es difícil o imposible evitar que se lo hagan a uno? ¿Qué hacer ante el dato ominoso que aparece en la página 180?: “Cada año se cometen en el mundo medio millón de homicidios intencionales, de los cuales, el sesenta por ciento queda sin castigo. Y en algunos lugares llega casi al cien. El homicida a sueldo se ha vuelto un empleo como otro cualquiera, mejor dicho, bastante más vulgar que cualquier otro, pues no requiere ni siquiera educación primaria ninguna.”

Me alegra saber que se ha fijado en ese pasaje, porque, como le digo, la sustancia de la novela es el crimen y el imperativo de matar, está inscrito en el genoma humano. Haya guerra o no la haya. Y porque, de nuevo, ratifica la idea de Chandler acerca de cuán fácil es segar la vida de una persona.

“Suma piedad para con unos, extrema crueldad para con otros”, ¿es la contradicción de todos los que se dicen o se dijeron revolucionarios?

Revolucionarios y no revolucionarios. Da igual. La moral, como he llegado a entender con los años, consiste en seguir aquellas pautas que favorecen nuestros intereses, nuestro credo, nuestra ideología, y el fanatismo que esas «virtudes» engendran.

Abrumado, el acucioso investigador Zabaleta se pregunta “si no seremos el infierno de algún planeta lejano y desconocido”. ¿Tenía él entre sus lecturas los Comentarios psicológicos sobre las enseñanzas de Gurdjieff y Ouspensky, donde el Dr. Maurice Nicoll afirma: “En verdad nos hallamos casi en el peor lugar de toda la creación”?

Es posible. Se trata de una frase proverbial que puede expresarse de muy diferentes maneras. Aquí y en Sebastopol.

Ante el exceso de preguntas y dudas diarias, ¿la respuesta está en “la sencillez de la vida y de las cosas, y no en los complejos laberintos por los que a menudo se adentran las pasiones”?

Ni más ni menos. Pero, claro, esa es una conclusión a la que uno llega cuando ya es viejo.

Por último, páginas atrás, en la 91, el licenciado Rivas afirma: “La paz que firmaron la guerrilla y el Ejército es un chiste. Todavía seguimos en guerra”. ¿Encontraría consuelo el Lic. Rivas en Tolkien, que sigue diciéndole al mundo: “La guerra continúa y de nada vale desfallecer”?

Si no consuelo, sí encontraría confirmación a su dictum, que es muy sabio, por cierto.

HERIDAS TIENE LA NOCHE

HERIDAS TIENE LA NOCHE

FRANCISCO PEREZ DE ANTON

ISBN: 978-607-31-9745-8

Editorial: ALFAGUARA MEXICO

Nº páginas: 322

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