Por: Diana Castillo

Un paréntesis.
Dentro, hay un espacio.
Espero a que vengás,
sujeto a un lugar.

Trato de olvidar esos sonidos.
Pretendo que el espacio seguirá siendo el mismo,
que no ha sido alterado.
Encerrado, con los ojos abiertos,
permanezco.

Me pregunto ¿por qué es la única imagen que encaja en el espacio?
¿Por qué las demás se ven intervenidas por manchas, corrompidas por las líneas,
pero ésta se representa a sí misma tan bien?

El hombre permanece con una mano enconchada
alrededor de su oreja:
Él sigue escuchando.
El sonido es sagrado
aún lleno de pausas.
Un cosquilleo en las uñas,
la corteza de un palíndromo.

Las puertas afuera se abren y se cierran.
Hay un animal de cristal a punto de estallar,
en su postura estática es fácil perder temblores.

Te he fundido en la pared del fondo.
Viendo con más que los ojos, muy abiertos.
Viéndote para no recordar,
pensando que la piel que quito y te doy,
las células ofrendadas,
no pueden guardar en su memoria;
que las que se van, no volverán.

Me he dotado
de la habilidad.
Borro cada sonido.
El eco de una palabra,
¡enfrascala!
Y en vez de (coleccionarla)
guardarla,
lanzá el frasco al aire y miralo reventar.

Ya no está el ritmo de tus pies sobre el suelo,
el imaginario felino,
la voz que me asegura estar ahí.
Me vuelvo plano,
sin protuberancias que corrompan mi tacto.
Me toco, y no hay recuerdos.
Los recuerdos no se hablan.