La única patria verdadera es ésa, la lengua de uno,
que en definitiva es la que a diario nos acuña el ser.

Salvador Mendiola / JL Perdomo Orellana
(entrevista reunida en el libro La última y nos vamos, de JL Perdomo Orellana, editada por Magna Terra, reproducida acá cortesía de la editorial)

Buenos Aires es el lugar donde el patriota, poeta, periodista y traductor Juan Gelman nació hace 77 años.
Buenos Aires también es el sitio donde fue condenado por la apátrida Triple A, que pretendió enviarlo a la morgue acusándolo de «poeta subversivo que ponía en peligro los valores de la patria».
Buenos Aires, además, es la inolvidable ciudad donde el Movimiento Peronista Montonero lo condenó igualmente, cuando tomó la sana decisión de decir adiós a todo eso.

A mediados de los años setenta del siglo XX, para evitar que la carnicería uniformada lo aniquilara, Juan tuvo que salir de Argentina rumbo a Italia y Francia para, finalmente, arribar a la República Mexicana.

Su poesía ha sido traducida al turco, portugués, checo, inglés, sueco, francés, alemán e italiano, entre otros idiomas.

En la presentación de En el hoy y mañana y ayer —la antología personal que impecablemente le publicara la Universidad Nacional Autónoma de México—, anotó:

«Las maravillas y miserias del amor. Sus oscuros fulgores, sus catástrofes. Caminar por el filo de la pérdida. Dar lo que no se tiene. Recibir lo que no se da. El amor a la poesía, a la madre, a la mujer, a los hijos, a los compañeros que cayeron por una esperanza, a la belleza todavía de este mundo. Como cualquier hombre, amé y amo todo eso. Algo de todo eso tal vez tiemble en los poemas que siguen, escritos a lo largo de 40 años. La muerte me enseñó que no se muere de amor. Se vive de amor.»

Sin ser éste uno de sus propósitos esenciales o periféricos, es el poeta argentino al que más reconocimientos le han dado por su obra, entre ellos el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, el Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda, el Premio Nacional de Poesía de Argentina.

El jueves 5 de mayo del 2005, en él recayó el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (convocado por Patrimonio Nacional y la Universidad de Salamanca para reconocer «el conjunto de la obra de un autor vivo que por su valor literario constituya una aportación relevante al patrimonio cultural común de Iberoamérica y España»).

En los últimos días de noviembre del 2007, por «la musicalidad y el ritmo que imprime en las palabras, sin abandonar el compromiso social y político que caracteriza toda su obra literaria», entre otros motivos, él fue el elegido para recibir el Premio Cervantes 2007, el «Nobel de la literatura hispánica» que otorga el Ministerio de Cultura de España para reconocer la totalidad de la obra de un creador.

Desde el otro lado del océano, Carmen Caffarel, directora del Instituto Cervantes, declaró que la entrega del Cervantes a Juan «supone el reconocimiento a la obra de uno de los grandes poetas hispanoamericanos del último medio siglo».

De este lado, el escritor uruguayo Mauricio Rosencof dijo: «lo recibirá Juancito, pero lo celebramos muchos».

La mañana que Juan Gelman escuchó en el Distrito Federal mexicano las preguntas que a continuación se transcriben, el sol ardía afuera pero adentro de su departamento era leve, apenas un barniz que se deslizaba entre sus serenos libros, sus dos máquinas portátiles de escribir, varias máscaras de aire lejano y un reloj detenido para siempre a las dos y media de una tarde o de una madrugada insondables.

José Luis Perdomo Orellana: Otto René Castillo dejó dicho que el exilio es «una larga avenida por donde transita la tristeza». ¿Qué ha sido para usted?

Juan Gelman: Una búsqueda de la identidad. Algo más personal, digamos, que de carácter nacional. Porque lo que el exilio plantea de un modo muy brutal es eso… ¿Qué cosa es la identidad? Bueno, digo, cada caso es cada caso. Pero mi caso fue así. Una cuestión que tiene que ver con tantas cosas que se decían en Argentina sobre «el ser nacional» y cantidad de cuestiones por el estilo que, a mi juicio, son meras ilusiones, no son cosa cierta. Hay una identidad común en todos lados. A mí me tocó el exilio en Italia y Francia. Ese choque con otras culturas fue antes que nada el choque con otras lenguas, un choque que lo primero que crea es soledad por la distancia con el castellano de todos los días, que en el exilio sólo se puede recuperar en la lectura. Así se crea una sensación muy clara de que la única patria verdadera es ésa, la lengua de uno, que en definitiva es la que a diario nos acuña el ser.

JLP: En «Himno de la victoria (en ciertas circunstancias)» usted escribió: «Hurra, por fin ninguno es inocente». ¿Acaso alguna vez hubo inocentes en este mundo?

JG: Probablemente no; pero sí gente que se lo ha creído. Hay que acabar con esa «inocencia». 

JLP: ¿Cómo entiende la práctica del periodismo, a la que ha dedicado buena parte de su obra escrita?

JG: Veo el periodismo como un género literario. Para mí, el periodismo ha sido más que nada una gran escuela. No sólo de escritura, de la que es síntesis, sino de contacto con el mundo. Me apasiona el trabajo de los reportajes y las entrevistas, la aventura de estar en contacto con la vida de la gente. De ahí que siempre haya tratado de practicar esa profesión. Empecé a trabajar en el periodismo hace casi 40 años. Después, en el exilio, eso se interrumpió, me tuve que reciclar como traductor por un rato. Sobre todo he hecho «internacionales» y «literatura»; pero lo que me gusta es ir a un lugar para ver lo que está pasando. Esa intención de llegar a descifrar el enigma de la historia presente, el sentido de la historia viva. No es un periodismo fácil, cuesta un esfuerzo enorme llegar a tener un auténtico nivel de involucramiento. Pero en mi experiencia ése es el sentido del trabajo periodístico, ésa es la razón por la que lo ejerzo. Me siento orgulloso de todo lo que se estaba haciendo en un periódico, Noticias, del que fui jefe de redacción, y que el gobierno argentino clausuró en 1974. Que era tratar de incorporar en ese tipo de reportaje y de nota el habla de la gente, la verdad del lenguaje vivo del pueblo.

JLP: ¿Cuál es la «melancolía más gorda»?

JG: Dejarse morir estando vivo. A mí, sin duda, me han golpeado mucho; pero creo que se trata de luchar en contra, de afirmar con todas las fuerzas personales el sentido de la vida, justamente como afirmación de la persona.

JLP: En uno de sus poemas usted pregunta qué pasaría si Dios fuera mujer. ¿Puede ofrecer alguna respuesta a tal interrogante?

JG: Si hay Dios, tiene que estar invadido de nosotros, tiene que ser al mismo tiempo hombre y mujer, tiene que ser realmente todo, sin exclusiones. 

JLP: Usted ha creado libros desde personalidades heterónimas, seres como Sidney West. ¿A qué clase de obsesiones corresponde tal tipo de expresión poética?

JG: Con ese libro en concreto me pasaron cosas muy curiosas. Resulta que yo trabajaba en un periódico, y había ahí un colega que se las daba de muy culto. Cuando el libro se publicó, él se me acercó y me dijo: «Leí tu traducción de Sidney West. Bueno, los poemas, vos sabés, son muy buenos; pero estuve checando, ¿sabés?, y la traducción, che, es impecable». Claro que años después el presidente Menem hizo algo que a mi entender lo superó totalmente. Dijo en un congreso de escritores latinoamericanos que su libro de cabecera eran las obras completas de Sócrates. ¡Y eso sí que es una hazaña! Pero la cosa es que empecé a trabajar con esos poetas heterónimos como Sidney West porque yo, Juan Gelman, tenía muchos problemas personales. Entonces inventé otros poetas, ¿no? Para decir lo que yo no podía decir. Para desahogarme. Me invento que soy otro tipo y así puedo decir lo que se me antoje, y adiós a esa angustia al menos. 

JLP: Juan, ¿antes de Martí y Darío, habrá algún poeta importante para la actual tradición poética hispanoamericana?

JG: Pienso que no. Aunque, bueno, sor Juana es un caso especial. Ella puede considerarse un antecedente directo de nuestra poesía actual. Ella sí, sin duda. 

JLP: ¿Y César Vallejo?

JG: Con él hay una afinidad total. Sólo así nos influye la poesía de otras personas, por medio de una gran afinidad. Yo he leído a grandes poetas que no me han movido ni un pelo. No me tocan ni me llegan. Con Vallejo, lo que sentí, igual que con González Tuñón, con Baudelaire, con John Donne, fue un contacto total de alma. Las influencias poéticas, como decía Lezama Lima, no son de causas que engendran efectos, sino de efectos que iluminan causas. A Lezama Lima también lo considero un gran poeta. Él también es importante en mi poesía. 

JLP: ¿Qué nos quiere decir sobre Francisco Urondo?

Paco Urondo es uno de los más grandes poetas argentinos. Digo, él cayó en 1976 en un combate contra la dictadura militar; pero sigue siendo uno de los poetas más importantes de Argentina. Éramos muy amigos. Nos queríamos mucho. Pero aparte de la amistad personal, Francisco Urondo era una persona extremadamente sensible, con una gran sensibilidad artística y un gran humor; un gran poeta. El único con quien he hecho intercambio de originales. Nos corregíamos mutuamente los poemas, nos hacíamos mutuamente las propuestas. Había propuestas que se aceptaban y otras que no se aceptaban; pero con él continuamente trabajé la poesía. Entre ambos hubo afinidades amistosas, políticas, poéticas. Él estaba con los Montoneros y cayó en una encerrona militar, ahí lo mataron. Como a Rodolfo Walsh.

JLP: ¿Y de San Juan de la Cruz, cuál es su memoria en este momento? Él juega un papel importante en su poesía, hay varios poemas donde usted incluso lo comenta…

JG: Creo que San Juan de la Cruz es el más alto poeta de la lengua española. Bueno, lo que me pasó con San Juan de la Cruz, igual que con Santa Teresa y otros autores místicos, es que el exilio me los trajo de otra manera. Yo los había leído en Argentina, es cierto, pero cuando me encontré en el exilio todo eso se hizo diferente. Entonces yo tenía muy presente la ausencia del país, de los compañeros, de la lengua y de su gente, así fue como en ellos sentí la presencia ausente de lo amado, porque de eso es de lo que ellos hablan. Después me fui adentrando más y más en la mística, hasta llegar, por ejemplo, al estudio de la cábala judía, que considera que la existencia misma es un exilio en este mundo. En eso me encontré con José Ángel Valente, uno de los más grandes poetas españoles del presente; descubrimos que los dos teníamos una misma preocupación por ese tema del exilio y de la mística. Valente también se fue de España muy temprano. Lo expulsaron. Porque las expulsiones de un país no son siempre hechas por la policía, a él lo expulsaron porque no tenía el humor para aguantarlos; mi país también expulsó a Cortázar y también terminó expulsando a Borges. De modo que por ese tema encontré una nueva visión de la historia, la vida como exilio, y lo ligué directamente con la búsqueda de la identidad. Encontré, digamos, la identidad universal del exilio. Porque creo que lo de la identidad no es una búsqueda solitaria, lo que se busca es la relación con la otredad, eso es la identidad. Y vivir conscientemente en este mundo actual significa reconocer que la conciencia humana se encuentra exiliada, alejada de su patria auténtica. En ese sentido, el exilio me acercó a la mística, y tuve conciencia de la experiencia interior de la identidad personal. El descubrimiento de una identidad superior, más allá de las naciones. La idea de que todos estamos exiliados en esta tierra… Y si esto de la identidad universal del exilio se lleva a términos muy técnicos sobre el sentido de la vida, diría que en Argentina, como en cualquier parte del mundo, hay una gran cantidad de personas que hoy día están siendo exiliadas de la educación, de la vivienda digna, de la cultura, de la salud pública, de la alegría, del amor, de la bondad. Y aclaro que no soy místico, hablo de lo que esas lecturas me trajeron. Por lo demás, sospecho que poesía y mística tienen una dimensión común, que es el éxtasis, experiencia que se cumple en el silencio y se completa en la escritura.

JLP: ¿Conoció a Cardoza y Aragón, ha leído sus obras?

JG: Ambas cosas. Tuvimos una buena amistad. A Cardoza no lo admiro sólo como escritor, sino también como persona. Llegó a los 80 y tantos produciendo, todavía escribiendo, en soledad ya, por la muerte de Lya, pero sin dejar de pensar y escribir. Era un hombre encantador.

JLP: ¿Qué piensa de Octavio Paz?

JG: Octavio Paz es otro grande de nuestra poesía. Lo leo. Ahora bien, él es uno de esos poetas de quienes percibo la belleza de su obra pero no me conmueven o difícilmente me conmueven. Con lo que sí me siento muy conectado es con su obra ensayística. Y con esto, ojo, no quiero decir que su poesía no sea grande e importante. Ni siquiera decir que sea mejor ensayista que poeta, nada de eso. Tan sólo digo que yo no me conecto con su poesía. En cambio, el libro sobre sor Juana, por ejemplo, es algo único. Nunca un poeta había logrado algo parecido. Es un libro netamente extraordinario. Y voy a decir un poco más. El gran poeta T. S. Eliot, con toda su erudición y su sabiduría, con sus grandes estudios sobre literatura y sus deslumbrantes ensayos, nunca alcanzó esa sutileza y calidad reflexiva de Paz, esa altura y profundidad.

JLP: ¿Y de Gabriel García Márquez?

JG: Lo he leído y leo con pasión, con placer; todas sus obras.

JLP: ¿Cien años de soledad es la radiografía o la pesadilla de nuestra América?

JG: A lo mejor nuestra radiografía es una pesadilla.

JLP: ¿Y de la poesía de Jaime Sabines?

JG: Él es un poeta del que sí me siento muy próximo. Mucho más que de Paz. Igual que de José Emilio Pacheco, un poeta excepcional, de los pocos bien leídos en Argentina.

JLP: ¿Qué tiene de extraordinario la poesía?

JG: Lo que tiene de extraordinario la poesía es que haya poemas muy antiguos que perduran perfectamente vivos después de miles de años de haber sido creados. Poemas extraordinarios. Que a uno le ponen la carne de gallina. Y eso es un gran consuelo, porque quiere decir que pese a todo lo que nos ocurre con la economía, la política, el amor y las revoluciones, hay cosas que permanecen y duran con sentido. A mí me gusta recordar uno de los primeros poemas de que se conserva memoria en China, un poema que viene de la tradición oral. Es el poema de un pastor que está lejos de la mujer que ama; se encuentra solo bajo el frío de la noche, cuidando su rebaño, y piensa que en ese momento su mujer está en la casa, al lado del fuego, cosiendo. El último verso dice: «Él escucha el sonido de sus tijeras bajo la noche profunda». Eso es la poesía.