SOPHOS se enorgullece en presentar la edición de Pequeña historia de viajes, amores e italianos, quizás la más personal del escritor Dante Liano, Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias 1991.

Un relato lleno de alegría de vivir. De esa alegría que experimentan mejor aquellos que están más cerca de la tierra, del polvo, aquellos para quienes estar vivos es ya motivo suficiente de alegrarse.

En esta publicación le ofrecemos leer gratuitamente el tercer capítulo de Pequeña historia de viajes, amores e italianos, en el que descubrimos historias absurdas, historias tristes, historias divertidas, contradictorias y ambiguas, historias de italianos, sus amores, sus venturas y desventuras, contadas con desenfado, con alegría, como las cosas que ya han pasado y no nos pertenecen más.

Capítulo 3

En las cabinas de tercera, apuñuscados y hediondos, Pasquale Siciliano y Antonio Cosenza iban mareados, disgustados, desesperados de un viaje en el cual lo único que había era la llanura infinita del mar, y sufrir el calor, más fuerte por el reflejo, y aguantar a los compañeros de viaje, tan rudos, desconfiados y hartos como cualquiera, en una promiscuidad que mezclaba hombres con mujeres, los casados protegiendo con celo de animal a las jóvenes esposas que habían cometido la imprudencia de traerse en el primer viaje, no como la mayoría, que esperaba un poco, no fuera a ser la desgracia; aquéllos eran los débiles de voluntad, los llamados al fracaso, y ya se les venía en esa primera fase del viaje, aferrando a la mujer como un tesoro, a la mujer y a los hijos, que había locos que llevaban también hijos. Y la muchedumbre de desgraciados que se acumulaba en el puente de tercera como un mercado, la sensación de hormiguero que es imposible dejar de percibir, y el vaho potente de las vomitadas, las cagadas, los sudores, todo en la prisión de los pocos metros que los especuladores concedían, y por eso de vez en cuando estallaban reyertas, que podían ser pescozadas como a cuchillo relumbrante y vivo, que por la mucha gente que había generalmente no llegaban a más, aunque podía salir de allí algún muerto, un anónimo cadáver que nadie conocía y que se iba al mar sin ceremonias, buzzurri de mierda que no valían nada en su tierra y que en el agua iban a regresar a su condición más natural. Y, sin embargo, a pesar de todo, nacían amistades y complicidades, grupos se asociaban contra otros grupos, por simpatías o antipatías. En las largas horas del viaje daba tiempo a que la gente se gustara o se odiara, a que se enamoraran hombres de mujeres y, por qué no, también hombres de hombres, en el secreto de la oscuridad que descendía por las noches en la tercera clase: ¿qué luz iban a necesitar esos animales que a duras penas habían pagado un pasaje ínfimo, frente a los señores de la primera que, vestidos de frac danzaban valses, mazurcas y polcas, amenizados por la orquesta de la nave, e invitados, a turno, por el gentil capitán inglés en uniforme de gala?

Fue así, de ese modo, que Antonio y Pasquale hicieron un grupo con los italianos. Más con una pareja de desamparados, Franco Micheli y su mujer Martina, cuyo destino era ese país de América que nadie había oído mencionar: Guatemala. ¿Estaban seguros de que existía? ¿No los había engañado Pietro Boero? No, no los había engañado, reclamaban a los incrédulos que, más seguros, viajaban a Nueva York, a la primera etapa del viaje, porque Boero había organizado un barco a posta para un grupo de tiroleses, un barco que fue de carga, pero que adaptaron más o menos para que pudieran viajar los hombres rubicundos y colorados que por centenares habían dejado las montañas del norte para ir a probar fortuna al trópico. Eso lo sabía toda Nápoles, y eso era la prueba de la existencia de ese país pequeño pero fabuloso. «Perdone usted, pero yo prefiero Nueva York polemizaba uno que iba a terminar pidiendo limosna y acogiéndose al calor de los vapores de las chimeneas. Nueva York es la nueva civilización, es el futuro, es donde nuestros hijos al menos van a sobrevivir y no a morir como se nos mueren ahora en el campo.» Y ser armaba la discusión sobre dónde era mejor ir, si a la parte septentrional o a la parte meridional, porque del sur de América también se hablaban maravillas. Y en estas y otras discusiones, el viaje iba pasando, balanceándose en las olas oscuras del mar abierto.