Durante la inauguración del nuevo SOPHOS, tuvimos la gran fortuna de asistir a la entrevista que Rubén Nájera hubiera querido hacerles a Borgers, Boorstin y Ásimov.

El texto íntegro de este coloquio fantástico, aunque casi real, fue leído por el autor y tres destacados actores guatemaltecos.

A continuación reproducimos el texto, cortesía de Rubén Nájera, para que lo puedan apreciar quienes se lo perdieron y para que quienes nos acompañaron lo puedan finalmente saborear con el detenimiento que un texto tan denso y erudito requiere.

Esperamos que lo disfruten tanto como disfrutamos nosotros su lectura en ese día tan querido e importante como fue el 8 de noviembre de 2008.

LIBROS, BIBLIOTECAS Y HOGUERAS

UN FORO CON ISAAC ÁSIMOV, DANIEL J. BOORSTIN

Y JORGE LUIS BORGES

MODERADO LIGERAMENTE POR RUBÉN E. NÁJERA

Dramatis personæ

Isaac Ásimov:    RENÉ ESTUARDO GALDÁMEZ

Daniel J. Boorstin:   RICARDO MARROQUÍN

Jorge Luis Borges:   ALFREDO PORRAS SMITH

Moderador:   RUBÉN E. NÁJERA

Nueva sede de la librería Sophos, el sábado 8 de Noviembre de 2008, a las dos de la tarde.

oOo

NÁJERA:
Buenas tardes a todos.
La inauguración de una librería es una celebración de la biblioteca universal a la que todas las minorías aspiramos mayoritariamente.  Representa probablemente el único ámbito en este mundo material en que los imperativos del comercio parecen minimizarse ante las necesidades de un espíritu que sólo pervive en la medida en que la cultura se reproduce y se comparte.
Más que celebración, ceremonia, ritual.  Éste es el espacio que representa todos los espacios y en el que transitamos por todos los tiempos. En él todos compartimos algo, pese a que mantenemos nuestras necias personalidades y guardamos silencios que cualquier espectador externo juzgaría de arrogancia.  Pero no, en el fondo es humildad. La mayor de todas, puesto que en cada gesto de lectura inclinamos la cabeza y nos sometemos a las ideas, a las visiones, a las palabras de otros, los que presiden las ceremonias del templo.
Esta tarde, y a los postres, como corresponde, tenemos tres invitados para conversar brevemente sobre la principal materia de nuestra preocupación: el libro.  Por el libro nos reunimos acá, por el libro permanecemos, por el libro Sophos existe, por el libro, finalmente, contamos con su presencia.  Han dejado de lado sus actividades usuales para conversar informalmente con nosotros, de modo que, en aras del tiempo, como suele decirse, paso a presentarlos, en riguroso orden alfabético de sus apellidos.
Isaac Ásimov es de sobra conocido, sobre todo por los aficionados a la ciencia ficción (a la que él mismo designó como un género de ideas, de la misma forma en que Borges consideraba la novela policial una obra de raciocinio), pero también como un gran vulgarizador (en el mejor sentido de la palabra) del conocimiento científico.  Responsable de la gran popularidad de la robótica y, sobre todo, de acuñar las tres leyes de esta disciplina, escribió no menos de quinientos volúmenes, centenares de artículos e inició una historia universal que aún no concluye.  Nacido en Bielorrusia hace ochenta y ocho años, estadounidense, ocupa lugar de honor junto a autores como Artur C. Clarke.  Lo hemos extrañado los últimos dieciséis años durante los cuales, sin embargo, además de haber seguido siendo reeditado incansablemente, ha probado el acierto de muchas de sus predicciones sobre el futuro.
Daniel J. Boorstin ha sido uno de los más grandes eruditos que ha producido el norte del continente y tuvo la indescriptible dicha de haber dirigido la biblioteca más grande del mundo y de la historia, la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos.  Nació con la gran guerra de 1914 pero creció en el mundo de la filosofía y la historia. Académico varias veces graduado de Harvard y Yale, profesor en Chicago, investigador incansable, quiso escribir la historia de las ideas de su país y del mundo y produjo una trilogía para cada ámbito.  Dirigió el Instituto Smithsoniano, el Museo de Historia Natural y finalmente coronó su carrera con el humilde puesto de bibliotecario. Es decir, bibliotecario emérito.
Jorge Luis Borges tampoco requeriría presentaciones.  Ningún latinoamericano ha sido tan influyente como él en la literatura universal ni ha condicionado tan extensa y universalmente los derroteros de la literatura de, digamos, el último medio siglo. Nació antes de que amaneciera el siglo veinte, participó de todas las vanguardias y renunció a todas para inventar la propia. Declinó la narrativa mayor, acaso impropia para estos últimos dos siglos y en franca decadencia ya en su juventud, pero saturó el universo literario de, precisamente, libros y bibliotecas, con alguna incidental milonga.  La ceguera que le estaba destinada y que lo fue conquistando poco a poco, desde su sexta década, no le evitó ser lector incansable ni recurrir a los ojos de todos para leer y releer.  A su paso por Buenos Aires, Paul Theroux fue uno de sus lectores y prácticamente tuvo que escabullirse en la clandestinidad para evadir esta sagrada pero pesada carga.  Poeta, narrador, ensayista, volvió a la oralidad en el final de su vida, para asimilarse a dos de sus personajes favoritos, Homero y Heráclito.
En deferencia a su edad y fama, iniciamos con usted, Borges, precisamente por su personal relación con los libros.
Hago referencia a un pasaje de las Crónicas Marcianas de Ray Bradbury para evocar la naturaleza etérea, conceptual, del libro.  Según una de las narraciones de Bradbury, por las tardes en cierto pueblo Marciano podía verse a un tal Señor K en su sala de lectura “leyendo en un libro de metal con jeroglíficos en relieve sobre los cuales barría su mano, como alguien que toca un arpa. Y el libro, al paso de sus dedos, cantaba con una voz suave y antigua, que contaba historias de cuando las playas del mar se bañaban con un vapor rojo y los hombres de antes arrastraban a la batalla nubes de insectos metálicos y arañas eléctricas.”  La imagen puede parecerle ligera a Borges y percibo la sonrisa irónica de Ásimov que no ama estos lirismos pero de cualquier forma la cita me sirve para resaltar la naturaleza a la vez constante y elusiva del libro.
Borges, en uno de sus poemarios tardíos, el Elogio de la Sombra, usted decía que ordenar bibliotecas es una forma de ejercer discretamente el arte de la crítica. Pero puesto que usted pasó la última larga parte de su vida habitando una biblioteca que no podía leer directamente, es claro que había alcanzado una concepción del libro que se parangona con su arquetipo platónico más que con su realidad inmediata, cotidiana, que es efímera.
¿Qué ha sido el libro para usted, Borges? ¿Qué ha sido para la humanidad?

BORGES:
De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono, es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.
En César y Cleopatra de Shaw, cuando se habla de la biblioteca de Alejandría se dice que es la memoria de la humanidad. Eso es el libro y es algo más también, la imaginación. Porque, ¿qué es nuestro pasado sino una serie de sueños? ¿Qué diferencia puede haber entre recordar sueños y recordar el pasado? Esa es la función que realiza el libro.
Yo he pensado, alguna vez, escribir una historia del libro. No desde el punto de vista físico. No me interesan los libros físicamente (sobre todo los libros de los bibliófilos, que suelen ser desmesurados, sino las diversas valoraciones que el libro ha recibido. He sido anticipado por Spengler, en su Decadencia de Occidente, donde hay páginas preciosas sobre el libro. Con alguna observación personal, pienso atenerme a lo que dice Spengler.
Los antiguos no profesaban nuestro culto del libro –cosa que me sorprende; veían en el libro un sucedáneo de la palabra oral. Aquella frase que se cita siempre: Scripta maner verba volat, no significa que la palabra oral sea efímera, sino que la palabra escrita es algo duradero y muerto. En cambio, la palabra oral tiene algo de alado, de liviano; alado y sagrado, como dijo Platón. Todos los grandes maestros de la humanidad han sido, curiosamente, maestros orales.
Tomaremos el primer caso: Pitágoras. Sabemos que Pitágoras no escribió deliberadamente. No escribió porque no quiso atarse a una palabra escrita. Sintió, sin duda, aquello de que La letra mata y el espíritu vivifica, que vendría después, en la Biblia. Él debió sentir eso, no quiso atarse a una palabra escrita; por eso Aristóteles no habla nunca de Pitágoras, sino de los pitagóricos. Nos dice, por ejemplo, que los pitagóricos profesaban la creencia, el dogma, del eterno retorno, que muy tardíamente descubrirla Nietzsche. Es decir, la idea del tiempo cíclico, que fue refutada por San Agustín en La Ciudad de Dios. San Agustín dice con una hermosa metáfora que la cruz de Cristo nos salva del laberinto circular de los estoicos. La idea de un tiempo cíclico fue rozada también por Hume, por Blanqui… y por tantos otros.
Pitágoras no escribió voluntariamente, quería que su pensamiento viviese más allá de su muerte corporal, en la mente de sus discípulos. Aquí vino aquello de (yo no sé griego, trataré de decirlo en latín) Magister dixit (el maestro lo ha dicho). Esto no significa que estuvieran atados porque el maestro lo había dicho; por el contrario, afirma la libertad de seguir pensando el pensamiento inicial del maestro.
No sabemos si inició la doctrina del tiempo cíclico, pero sí sabemos que sus discípulos la profesaban. Pitágoras muere corporalmente y ellos, por una suerte de transmigración –esto le hubiera gustado a Pitágoras– siguen pensando y repensando su pensamiento, y cuando se les reprocha el decir algo nuevo, se refugian en aquella fórmula: el maestro lo ha dicho (Magister dixit).
Pero tenemos otros ejemplos. Tenemos, el alto ejemplo de Platón, cuando dice que los libros son como efigies (puede haber estado pensando en esculturas o en cuadros), que uno cree que están vivas, pero si se les pregunta algo no contestan. Entonces, para corregir esa mudez de los libros, inventa el diálogo platónico. Es decir, Platón se multiplica en muchos personajes: Sócrates, Gorgias y los demás. También podemos pensar que Platón quería consolarse de la muerte de Sócrates pensando que Sócrates seguía viviendo. Frente a todo problema él se decía: ¿qué hubiera dicho Sócrates de esto? Así, de algún modo, fue la inmortalidad de Sócrates, quien no dejó nada escrito, y también fue un maestro oral.
De Cristo sabemos que escribió una sola vez algunas palabras que la arena se encargó de borrar. No escribió otra cosa que sepamos. El Buda fue también un maestro oral; quedan sus prédicas. Luego tenemos una frase de San Anselmo: Poner un libro en manos de un ignorante es tan peligroso como poner una espada en manos de un niño. Se pensaba así de los libros. En todo el Oriente existe aún el concepto de que un libro no debe revelar las cosas; un libro debe, simplemente, ayudarnos a descubrirlas. A pesar de mi ignorancia del hebreo, he estudiado algo de la Cábala y he leído las versiones inglesas y alemanas del Zohar (E1 libro del esplendor), EI Séfer Yezira (El libro de las relaciones). Sé que esos libros no están escritos para ser entendidos, están hechos para ser interpretados, son acicates para que el lector siga el pensamiento. La antigüedad clásica no tuvo nuestro respeto del libro, aunque sabemos que Alejandro de Macedonia tenía bajo su almohada la Ilíada y la espada, esas dos armas. Había gran respeto por Homero, pero no se lo consideraba un escritor sagrado en el sentido que hoy le damos a la palabra. No se pensaba que la Ilíada y la Odisea fueran textos sagrados, eran libros respetados, pero también podían ser atacados.
Platón pudo desterrar a los poetas de su República sin caer en la sospecha de herejía. De estos testimonios de los antiguos contra el libro podemos agregar uno muy curioso de Séneca. En sus admirables epístolas a Lucilo hay una dirigida contra un individuo muy vanidoso, de quien dice que tenía una biblioteca de cien volúmenes; y quién  se pregunta Séneca  puede tener tiempo para leer cien volúmenes. Ahora, en cambio, se aprecian las bibliotecas numerosas.
En la antigüedad hay algo que nos cuesta entender, que no se parece a nuestro culto del libro. Se ve siempre en él libro a un sucedáneo de la palabra oral, pero luego llega del Oriente un concepto nuevo, del todo extraño a la antigüedad clásica: el del libro sagrado. Vamos a tomar dos ejemplos, empezando por el más tardío: los musulmanes. Estos piensan que el Corán es anterior a la creación, anterior a la lengua árabe; es uno de los atributos de Dios, no una obra de Dios; es como su misericordia o su justicia. En el Corán se habla en forma misteriosa de la madre del libro. La madre es un ejemplar del Corán escrito en el cielo. Vendría a ser el arquetipo platónico del Corán, y ese mismo libro –lo dice el Corán–, ese libro está escrito en el cielo, que es atributo de Dios y anterior a la creación. Esto lo proclaman los sulems o doctores musulmanes.
Luego tenemos otros ejemplos más cercanos a nosotros: la Biblia o, más concretamente, la Torá o el Pentateuco. Se considera que esos libros fueron dictados por el Espíritu Santo. Esto es un hecho curioso: la atribución de libros de diversos autores y edades a un solo espíritu; pero en la Biblia misma se dice que el Espíritu sopla donde quiere. Los hebreos tuvieron la idea de juntar diversas obras literarias de diversas épocas y de formar con ellas un solo libro, cuyo título es Torá (Biblia en griego). Todos estos libros se atribuyen a un solo autor: el Espíritu.
A Bernard Shaw le preguntaron una vez si creía que el Espíritu Santo había escrito la Biblia. Y contestó: Todo libro que vale la pena de ser releído ha sido escrito por el Espíritu. Es decir, un libro tiene que ir más allá de la intención de su autor. La intención del autor es una pobre cosa humana, falible, pero en el libro tiene que haber más. EI Quijote, por ejemplo, es más que una sátira de los libros de caballería. Es un texto absoluto en el cual no interviene, absolutamente para nada, el azar.
Pensemos en las consecuencias de esta idea. Por ejemplo, si yo digo:
Corrientes aguas, puras, cristalinas,
árboles que os estáis mirando en ellas
verde prado, de fresca sombra lleno
es evidente que los tres versos constan de once silabas. Ha sido querido por el autor, es voluntario.
Pero, qué es eso, comparado con una obra escrita por el Espíritu, qué es eso comparado con el concepto de la Divinidad que condesciende a la literatura y dicta un libro. En ese libro nada puede ser casual, todo tiene que estar justificado, tienen que estar justificadas las letras.  Se entiende, por ejemplo, que el principio de la Biblia: Bereshit baraelohim comienza con una B porque eso corresponde a bendecir. Se trata de un libro en el que nada es casual, absolutamente nada. Eso nos lleva a la Cábala, nos lleva al estudio de las letras, a un libro sagrado dictado por la divinidad que viene a ser lo de lo que los antiguos pensaban. Estos pensaban en la musa de modo bastante vago.
Canta, musa, la cólera de Aquiles, dice Homero al principio de la Ilíada. Ahí, la musa corresponde a la inspiración. En cambio, si se piensa en el Espíritu, se piensa en algo más concreto y más fuerte: Dios, que condesciende  a la literatura. Dios que escribe un libro; en este libro nada es casual: ni el número de las letras ni la cantidad de las sílabas de cada versículo, ni el hecho de que podamos hacer juegos de palabras con las letras, de modo que podamos tomar el valor numérico de las letras. Todo ha sido ya considerado.
El segundo gran concepto del libro –repito– es  que pueda ser una obra divina. Quizá está más cerca de lo que nosotros sentimos ahora que de la idea del libro que tenían los antiguos: es decir, un mero sucedáneo de la palabra oral.

NÁJERA:
He tenido la osadía de escribir teatro y de afirmar que, en principio y en último término todo género literario es oral, y oralmente continúa reproduciéndose en nuestra mente al margen de su forma escrita. La oralidad, sin embargo, está precedida por el ejercicio de la memoria como preservadora del conocimiento humano. Usted mismo, Borges, la ha ejercido incluso en un sentido imaginativo, en el de inventarla y reinventarla.  Pero esto es coherente con la transición del espíritu a la materia.  Daniel J. Boorstin ha escrito exhaustivamente sobre esto en su historia de las ideas.  ¿Cómo era el mundo antes del libro impreso, Mr. Boorstin, qué impacto tendrá sobre el ejercicio de las facultades humanas?

BOORSTIN:
Antes del libro impreso, en efecto, la Memoria regía la vida diaria y el conocimiento oculto y merecía plenamente la designación que luego se aplicaría a la imprenta, el “arte que preserva todas las artes”: Ars artium omnium conservatrix. La memoria de los individuos y las comunidades transportaba el conocimiento a través del tiempo y el espacio. Por milenios, la Memoria personal reinó sobre el entretenimiento y la información, sobre la perpetuación y perfeccionamiento de las artesanías, la práctica del comercio, la conducta de las profesiones. Por la Memoria y en la Memoria se cosechaban, se preservaban, se almacenaban los frutos de la educación. La Memoria era una facultad sorprendente que todos debían cultivar, de maneras y por razones que hace mucho hemos olvidado.  En estos últimos quinientos años todo lo que vemos son las lastimosas reliquias del imperio y el poder de la Memoria.
En la antigüedad todos necesitaban las artes de la Memoria que, como otras artes, debían ser cultivadas. Las habilidades de la Memoria podía ser perfeccionadas y los virtuosos eran admirados. Sólo recientemente el “entrenamiento de la memoria” se ha vuelto un parapeto del ridículo y un refugio de los charlatanes. Las artes tradicionales de la Memoria florecieron a lo largo de los siglos…
Pero después de Gutenberg, los ámbitos de la vida cotidiana alguna vez regidos por la Memoria pasarían a ser gobernados por la página impresa. En la Edad Media, para la pequeña clase ilustrada, los libros manuscritos habían proveído una ayuda, y a veces un sustituto, para la Memoria. Pero el libro impreso era más portátil, más exacto, una referencia más conveniente y, sobre todo, era más público. Cualquier cosa que estuviera en prensa, tras ser escrita por su autor, era conocida también por los impresores, los correctores de pruebas y cualquiera que se aproximara a la página impresa. Una persona podía ahora hacer referencia a las reglas gramaticales, a los discursos de Cicerón, a los textos de teología, ley canónica y moral sin haberlos almacenado en su interior. El libro impreso sería la nueva bodega  de la Memoria, superior en incontables formas a la invisible bodega interior de cada persona.  Cuando el códice de páginas manuscritas encuadernadas había suplantado al gran manuscrito enrollado había sido más fácil referirse a una fuente escrita.  A partir del siglo doce, algunos libros manuscritos contenían tablas, encabezados y hasta índices rudimentarios, lo que mostraba que la Memoria ya estaba empezando a perder su antiguo rol. Pero la recuperación de información se hizo más fácil aún cuando los libros impresos incluyeron carátulas y las páginas fueron numeradas.  Cuando estaban equipados con índices, como solía ocurrir en el siglo dieciséis, entonces la única tarea esencial de la Memoria era recordar el orden del alfabeto. Antes de que concluyera el siglo dieciocho el índice alfabético al final de un libro se había estandarizado. La tecnología de la recuperación de la Memoria, aunque por supuesto nunca fue del todo desechable, jugaba un papel mucho menor en las altas esferas de la religión, el pensamiento y el conocimiento. Las espectaculares hazañas de la Memoria se tornaron simplemente en reemplazos.
Algunas de las consecuencias habían sido anunciadas dos milenios antes cuando Sócrates lamentaba los efectos de la escritura misma sobre la Memoria y el alma de los que aprenden. En su diálogo con Fedro, reportado por Platón, Sócrates cuenta cómo Toth, el dios egipcio que había inventado las letras, había subestimado el efecto de su invención. Así, Toth era reprochado por el dios Tamos, el rey de Egipto, de la siguiente manera:
Este descubrimiento tuyo provocará el olvido en el alma de los que aprenden, porque no usarán más sus memorias; confiarán en los caracteres escritos en su exterior y no se recordarán de sí mismos. El recurso que has descubierto es una ayuda, no para la memoria, sino para la reminiscencia, y con él le das a tus discípulos, no la verdad, sino la semejanza de la verdad; serán escuchas de muchas cosas y nada habrán aprendido; parecerán ser omniscientes y en general nada sabrán; serán una compañía aburrida, teniendo la apariencia de la sabiduría pero no su realidad.
Los peligros que Sócrates notaba en la palabra escrita se multiplicarían miles de veces cuando las palabras fueran impresas
Este efecto fue sugerido hermosamente por Víctor Hugo en un pasaje familiar de Nuestra Señora de París, de 1831, cuando el escolasta que sostiene en sus manos el primer libro impreso se aparta de los manuscritos, mira hacia la catedral y dice: “Esto matará aquello” (Ceci tuera celà). La imprenta también destruyó “las invisibles catedrales de la memoria”.  Porque el libro impreso hizo menos necesario transformar ideas y cosas en imágenes vividas para luego almacenarlas en las regiones de la Memoria.

NÁJERA:
En la sala principal del Museo de David d’Angers, en su ciudad natal que quiero mucho, el prolífico escultor de todos los monumentos públicos franceses del siglo diecinueve, se exhibe el molde en yeso de la famosa estatua de Johann Gutenberg cuya versión en bronce se encuentra en una plaza de Estrasburgo, una de sus posibles ciudades natales.   Más que el imponente personaje, representado con todas las galas de un burgués germánico y apoyado sobre la prensa bajo la que se apilan la Biblia y otras obras cruciales de la literatura universal, lo que llama la atención son los cuatro relieves que ilustran, en la base del monumento, el impacto de su invento en todos los continentes del planeta. La prensa de tipos móviles es, en efecto, uno de los grandes hitos de la humanidad. En muchos sentidos, inventa no sólo el libro, sino la modernidad.  Isaac Ásimov, para alguien que escribió la mayor parte de su vida sobre el futuro, que es una especie de historia al revés, y que en sus últimos años volvió la mirada al pasado y a la historia universal, la vida de Gutenberg y el impacto de su invento son una coincidencia única, en la cual pasado y presente se encuentran, ¿no es así?

ÁSIMOV:
Es cosa de viajar en el tiempo para entenderlo y, a la vez, de no perder nuestro punto de referencia que es el presente con nuestros conocimientos y nuestras expectativas de futuro.
En 1454 se estaba preparando para su publicación la primera edición impresa del libro más vendido del planeta. El lugar, Alemania; el editor, Johann Gutenberg. Pero como los premios de este mundo son a veces caprichosos, sus esfuerzos le llevaron a la ruina un año después.
Johann Gutenberg venía experimentando con pequeños rectángulos de metal desde hacía veinte años. Todas las piezas tenían que ser exactamente de la misma anchura y altura para que encajaran perfectamente unas con otras. La parte superior de cada rectángulo estaba moldeada delicadamente en la forma de una letra del alfabeto, só1o que invertida.
Imaginémonos estas piezas de metal colocadas unas junto a otras formando filas y columnas muy apretadas; las entintamos uniformemente, y apretamos con fuerza sobre ellas un pliego de papel.  Levantamos el papel: como por arte de magia, aparece cubierto de tinta con la forma de las letras, pero mirando en la dirección correcta. Las letras forman palabras, y de palabras se compone la página de un libro. Las gentes de Europa y de Asia habían hecho ya lo mismo con anterioridad, só1o que tallando las palabras o caracteres en bloques de madera; la talla era a menudo muy tosca y sólo servía para una única xilografía. La idea de Gutenberg fue fabricar elegantemente cada letra en un “tipo” metálico individual; una vez completada e impresa una página, podía utilizarse el mismo tipo para otra, y una pequeña colección de tipos móviles servía para componer cualquier libro del mundo. Esta innovación fue obra de Gutenberg, y aunque quizá habría que llamarla un triunfo de la tecnología y no de la ciencia, no deja de ser un descubrimiento importante.
Hoy día se conservan fragmentos de páginas que Gutenberg imprimió entre 1440 y 1450: parte de un calendario y un fragmento religioso. Pero fue en 1454 cuando construyó seis prensas y comenzó a componer el libro mi grande de todos: la Biblia.
Trescientas veces se estampó la primera hoja de papel contra los tipos entintados, y de allí salieron otras tantas hojas impresas idénticas. Luego se reordenaron los tipos para componer la segunda página, después la tercera, etcétera, hasta un total de 1282 páginas diferentes, con 300 ejemplares de cada una. Una vez encuadernadas, salieron 300 ejemplares idénticos de la Biblia: la edición más importante de cuantas se han hecho de este libro, por ser la primera que se imprimió en el mundo occidental.
Hoy día sólo se conservan 45 ejemplares de la Biblia de Gutenberg. El valor de cada uno es incalculable, pero a Gutenberg no le reportaron ni un céntimo.
La mala fortuna persiguió a Gutenberg durante toda su vida. Nació alrededor de 1398 en la ciudad de Maguncia, Alemania, (no sé de dónde sacó usted lo de Estrasburgo) en el seno de una familia bien acomodada. Si las cosas hubiesen discurrido pacíficamente, es muy posible que Gutenberg hubiese podido realizar sus experimentos sin ningún problema. Pero por aquel tiempo había contiendas civiles en Maguncia, y la familia Gutenberg, que estaba del lado, de los perdedores, tuvo que marchar precipitadamente a Estrasburgo, 160 kilómetros al Sur. Esto ocurría seguramente hacia 1430.
En el año 1435, Gutenberg estaba metido en algún negocio. Los historiadores no saben a cencía cierta de qué negocio se trataba; pero lo cierto es que se vio mezclado en un pleito relacionado con el asunto y allí se mencionó la palabra drucken, que en alemán quiere decir “imprimir”.
En 1450 le volvemos a encontrar en Maguncia y dedicado definitivamente a la impresión, cosa que se sabe porque pidió prestados 800 florines a un hombre llamado Johann Fust para comprar herramientas. En total debieron de ser veinte años de experimentos, inversiones, trabajo y esperas, así como de fragmentos impresos que no reportaban ningún beneficio ni despertaban ningún interés.
Gutenberg comenzó, finalmente, en 1454 a componer su Biblia, en latín, a doble columna, con 42 líneas por página e iluminadas varias de ellas con estupendos dibujos a mano. Nada se omitió en este gran envite final: la cúspide de la vida de Gutenberg. Pero Fust le denunció por el dinero prestado.
Gutenberg perdió el pleito y tuvo que entregar a Fust herramientas y prensas en concepto de indemnización. Incluso es probable que no consiguiera terminar la Biblia y que esa empresa la completara la sociedad compuesta por Fust y un tal Peter Schoeffer. Ambos adquirieron renombre en el campo de la impresión; Gutenberg se hundió en la oscuridad.
Más tarde logró dinero prestado en otra parte para seguir trabajando en la imprenta; pero aunque nunca arrojó la toalla, tampoco logró salir de deudas. Murió en Maguncia, hacia 1468, en medio de la ruina económica.
Lo que no fue un fracaso fue el negocio de las imprentas que se propagó con fuerza imparable. Hacia 1470 había prensas en Italia, Suiza y Francia. William Caxton fundó, en 1476, la primera imprenta de Inglaterra, y en 1535 el invento cruzó el Atlántico, y se estableció en la ciudad de México.
Europa era por aquel entonces escenario de una revolución religiosa. Martin Lutero inició en 1517 su disputa con la Iglesia Caté1ica, que terminó con el establecimiento del protestantismo. Antes de Lutero había habido muchos otros reformadores, pero de influencia siempre escasa; sólo podían llegar a la gente a través de prédicas y sermones y la Iglesia tenía medios para silenciarlos.
Lutero vivió en cambio en un mundo que conocía la imprenta. Además de predicar, escribía sin descanso. Docenas de sus panfletos y manifiestos pasaron por la imprenta y se difundieron copiosamente por toda Alemania. A la vuelta de pocos años toda Europa vibraba con el choque de ideas religiosas encontradas.
Gracias a la imprenta, las Biblias se abarataron, proliferaron y empezaron a editarse en el idioma que hablaba la gente, no en latín. Muchos buscaron directamente inspiración en este libro, y por primera vez se pudo pensar en la alfabetización universal. Hasta entonces no había tenido sentido enseñar más que a unos cuantos a leer;  los libros eran tan escasos que, quitando a un puñado de eruditos, hubiese sido una pérdida de tiempo.
En resumen: la imprenta creó la opinión pública. Un libro como el Common Sense, de Thomas Paine, podía llegar a cualquier granja de las colonias americanas y propagar la guerra de Revolución mejor que ningún otro medio.
La imprenta contribuyó al nacimiento de la democracia moderna. En la antigua Grecia, la democracia sólo podía existir en ciudades pequeñas donde las ideas pudiesen difundirse por vía oral. La imprenta, por el contrario, era capaz de multiplicar las ideas y ponerlas al alcance de cualquier ojo y de cualquier mente. Podía tener suficientemente bien informadas a millones de personas para que participaran en el gobierno.
Claro es que de la imprenta también podía abusarse. Un uso hábil de la propaganda a través de la palabra escrita podía hacer que las guerras fuesen más terribles y las dictaduras más poderosas. La difusión del alfabetismo no garantizaba que lo que la gente leía fuese bueno ni sabio. Pero, aun así podemos decir que los beneficios han sido mayores que los males. La imprenta ha permitido poner nuestros conocimientos al servicio de las generaciones futuras.
Antes de que Gutenberg fabricara sus pequeños rectángulos de metal, todos los libros eran escritos a mano. La preparación de un libro suponía muchas semanas de trabajo agotador. Poseer un libro era cosa rarísima, tener una docena de ellos era signo de opulencia. Destruir unos cuantos libros podía equivaler a borrar para siempre el testimonio de un gran pensador.
En el mundo antiguo, el vastísimo saber y la abundante literatura de Grecia y Roma estaban depositados en unas cuantas bibliotecas. La mayor de ellas, la de Alejandría, en Egipto, quedó destruida por el fuego durante las revueltas políticas del siglo v. Otras desaparecieron a medida que las ciudades fueron cayendo víctimas de la guerra y las conquistas.
Al final sólo quedaron las bibliotecas de Constantinopla para preservar el legado de Grecia y Roma. Los Cruzados de Occidente saquearon la ciudad en 1204, y en 1453  un año antes de que apareciera la Biblia de Gutenberg  cayó en manos de los turcos.
Los Cruzados y los turcos aniquilaron la gran ciudad, saquearon sus tesoros y destruyeron la mayor parte de los libros y obras de arte. La gente instruida, en su huida, se llevaron consigo los manuscritos que pudieron salvar; pero era una porción ridícula del total.
Uno de los dramaturgos más grandes de todos los tiempos, el griego Sófocles, escribió unas cien tragedias. Sólo se conservan siete. De la Poesía de Safo sólo quedan los fragmentos, y lo mismo ocurre con varios filósofos. Por fortuna se conserva casi todo Homero, casi todo Herodoto y la mayor parte de Platón, Aristóteles y Tucídides; pero por pura suerte. Gran parte de la cultura antigua murió en Constantinopla.
Semejante desastre es probable que no se pueda repetir nunca jamás gracias a la imprenta. Cualquier persona puede tener en su casa cientos de libros en ediciones nada caras, y cualquier ciudad modesta puede poseer una biblioteca equiparable a la de Alejandría o Constantinopla por el número de volúmenes.
Los conocimientos del hombre son hoy día tan inmortales como é1 mismo, porque sólo pueden desaparecer con la destrucción total de la raza humana.
Gutenberg murió en la ruina, pero su obra fue uno de los grandes logros de la humanidad.

NÁJERA:
Recuerdo haber leído, en la enciclopedia de mi juventud, que el primer nombre de Gutenberg, que se traduce como “montaña buena” fue Grossenberg, que significaba “gran montaña”. Y grandes, no sólo buenas, son sus huellas. Pero el momento de Gutenberg tiene un antes y un después.  ¿Me equivoco, Señor Boorstin? De la misma forma en que Borges hace referencia al concepto del libro antiguo hay un antecedente material, una suma de conocimientos que desembocan en el invento de Gutenberg…y una serie de innovaciones incrementales que lo hacen llegar a nuestros días con este producto final, el libro para todos…

BOORSTIN:
En efecto, desde Cicerón hasta Gutenberg, el libro, el vehículo de la magia del lenguaje, se transformaría hasta hacerse irreconocible. La definición técnica moderna de un libro, aceptada por los bibliotecarios y por la UNESCO para fines estadísticos, sugiere cuánto ha cambiado el libro.  Un libro, dice, es “una publicación impresa no periódica de por lo menos cuarenta y nueve páginas excluyendo las cubiertas”. Pero durante la mayor parte de la historia, los libros ni siquiera tuvieron “páginas”. Nuestro “volumen” (del latín volvere, enrollar), fue primero un nombre para designar manuscritos en rollos.  En el antiguo Egipto las hojas para escribir se hacían de la caña del papiro que crecía en el delta del Nilo. La caña se llamaba biblos, por el Puerto de Biblos, donde se encontraba originalmente y de donde proviene nuestra “Biblia”. Tiras de esta caña se aplanaban, luego otras se colocaban encima, transversalmente, en ángulos rectos, para hacer un tejido. La superficie, al humedecerse, aplastarse, suavizarse y secarse, era adecuada para escribir. En los templos del antiguo Egipto estas hojas se pegaban unas a otras para hacer largas tiras para pendones ceremoniales. Al enrollarse, se convertían en un “volumen”, portátil, fácil de almacenar y relativamente duradero. Este fue el ancestro de nuestro libro.
Otras personas en otros lugares habían, por supuesto, probado toda suerte de materiales para escribir. Los antiguos babilonios inscribían sus caracteres rúnicos en tabletas de barro húmedo. Luego de que estas tabletas se cocían bajo el sol del medio Oriente, podían conservar sus mensajes por milenios. Antes de volcarse al papel, los chinos usaron tabletas de bambú y luego hojas hechas con desechos de la seda. En la India la corteza del abeto y las hojas de la palma se preparaban para escribir. En el Tíbet se utilizaba el suave hueso del hombro de la cabra.
Nosotros también preferiríamos naturalmente confiar en nuestra memoria antes que desenvolver un largo rollo para encontrar un determinado pasaje. Puesto que cada manuscrito era una sola entidad, no había páginas ni índice ni nada parecido a una moderna página de título. El nombre del autor estaba algunas veces pegado al rollo. El nombre del escriba parecía más importante y era más probable que apareciera en alguna parte. Era física e intelectualmente trabajoso encontrar la sección que se recordaba en cualquier texto.
En contraste con el rollo, el códice, con sus páginas encuadernadas en la forma en que ahora llamamos libre, fue maravillosamente conveniente. Estaba  a mano, era más duradero, más copioso en su contenido y más compacto para almacenar. Con el códice, eventualmente, vendría una hueste de referencias y recursos para la recuperación: una página de título, una tabla de contenidos, páginas numeradas y un índice. Todo esto se había concebido para “buscar”. También se añadirían auxilios para encontrar, incentivos para verificar la precisión de la palabra citada y el hecho que se recordaba.
El códice de pergamino entró en uso en Occidente cerca de los inicios de la era Cristiana. Modelado a partir del libro de notas romano que se hacía con hojas de madera, fue utilizado inicialmente para notas o libros de contabilidad. Este nuevo formato ayudó a los predicadores de la nueva religión Cristiana a enfatizar las buenas nuevas de su libro sagrado, en contraste con el rollo que era el formato acostumbrado para el Antiguo Testamento u otros libros judíos. Al utilizarse para la literatura cristiana, un libro códice era más manipulable y podía contener más de un evangelio o epístola. Hacia el siglo cuarto, los manuscritos paganos también estaban apareciendo en esta forma. Sin embargo, el rollo retuvo su aura de tradición y permaneció por mucho tiempo en uso para documentos solemnes y oficiales.
Para elaborar un códice, simplemente se doblaba y cosía junto un cierto número de hojas (un “cuaderno”). El papiro, que se quebraba cuando se doblaba, no era adecuado para este formato.  Más aún, en un códice ambos lados podían leerse convenientemente en secuencia y el pergamino era más adecuado para escribir de ambos lados. Así, hasta que el papel estuvo disponible, el pergamino fue el material usual para los códices.  Los libros que merecían conservarse fueron transferidos gradualmente del rollo de papiro al códice de vitelo. El significado completo de la revolución creada por el códice sólo sería comprendido con la invención del papel.
Los chinos habían venido haciendo un papel rudimentario desde el año 105 de nuestra era, cuando Ts’ai Lun, utilizando morera, redes de pesca desechadas y harapos, hizo la primera hoja de papel para el emperador. Los prisioneros de guerra que los árabes llevaron a Samarcanda los introdujeron al arte de fabricación del papel. Hacia el año 800 al brillante califa Harun al Raschid le fabricaban papel en Bagdad.   Luego, por intermedio de los árabes, el papel fue llevado a Bizancio y a través del Mediterráneo hasta España de donde se difundió por toda Europa. Inclusive antes de la invención de la imprenta, los manuscritos escritos en papel no eran extraños y había molinos de papel en España, Italia, Francia y Alemania.
A lo largo de la Edad Media el libro perpetuado por la cultura latina había sufrido un largo desarrollo y había mejorado mucho con respecto a lo que los escolastas leían en tiempos de Cicerón. El primer siglo de imprenta en Europa vio otros cambios elementales en el diseño que ayudaron a hacer del libro un vehículo compacto de conocimiento y descubrimiento.
El pionero en el diseño del libro portátil fue el gran escolasta e impresor veneciano Aldus Manutius (que nació en 1450 y murió en 1515). La Imprenta Aldina, que fundó, fue la primera casa editorial moderna. Su lista, en griego, latín e italiano, incluía poesía y libros de referencia. Las primeras ediciones de muchos clásicos griegos y latinos aparecieron bajo su colofón con un ancla y un delfín, un símbolo del viejo proverbio latino “Apresúrate lentamente” (Festina lente).
En tanto que Gutenberg en la primera generación de impresores había aplicado el arte del orfebre a la factibilidad técnica de la impresión de libros, solo dos generaciones más tarde Aldus intentó encontrar y llegar al mercado. Y probó que un impresor podía prosperar imprimiendo libros elegantes y bien diseñados.   A diferencia de Gutenberg, Aldus comisionó a otros para fundir tipos de su propio diseño, pero todavía supervisaba toda la operación de impresión personalmente. Gradualmente imprimió más y más textos en latín, luego se ramificó al italiano con las obras de Dante y Petrarca.
Antes del año 1500 cerca de ciento cincuenta imprentas venecianas habían producido más de cuatro mil ediciones, casi el doble de París, su más cercano competidor. Los infelices escribas venecianos se quejaban ya de que su ciudad estaba “atiborrada con libros”.
Erasmo, un admirador de la Prensa Aldina, escribió el credo para los editores de todas las épocas:
No importa cuántas alabanzas se canten a aquellos que por su virtud defienden o incrementan la Gloria de su país, sus acciones solo afectan la prosperidad mundana y dentro de estrechos límites. Pero el hombre que somete el conocimiento y lo pone a sus pies (y esto es casi más difícil que generarlo en primera instancia) está construyendo algo sagrado e inmortal, y está sirviendo no a una provincia tan solo sino a todos los pueblos y todas las generaciones.  Otrora ésta era tarea de príncipes y fue la más grande de las glorias de Tolomeo. Pero su biblioteca estaba contenida en las estrechas paredes de su propia casa, mientras que Aldus está construyendo una biblioteca que no tiene más límites que los del mundo mismo…

NÁJERA:
Fragilidad y universalidad son los extremos en los que el concepto del libro oscila, en efecto. Pero la fragilidad del libro y, a la vez, el peso que significa para nuestra cultura y nuestra civilización pueden ser abrumadores.  Manuel Vásquez Montalván ha logrado resumir ambos aspectos en su famoso personaje detectivesco (muy posterior a su Bustos Domecq, Borges) Pepe Carvalho. Pepe Carvalho es el prototipo del frustrado izquierdista de nuestra época, culto y, en el fondo, menos amoral que cínico. En su mediterránea Barcelona tiene una chimenea y una gran biblioteca. En verano, abre las ventanas para no dejar de ejercer una de sus pasiones: encender el fuego de su hogar con alguno de sus libros, favorito o no. De paso, las consideraciones que lo llevan a este sacrificio que la modernidad ha llevado al nivel de crimen de lesa humanidad, le permiten ejercer una aguda y sarcástica crítica de las principales obras de la literatura universal.
Hace un momento Borges ha hecho referencia a Bernard Shaw y yo quisiera retomar esa cita para elaborar sobre el tema de la permanencia del libro y de esa colectividad que engendra, la biblioteca.
Confesa y descaradamente, como era su costumbre, George Bernard Shaw admitió haber escrito su César y Cleopatra con el ánimo de mejorar a Shakespeare puesto que las dos tragedias  relacionadas del Bardo (Julio César y Antonio y Cleopatra) le parecían un fracaso en la misma medida en que Lear, por ejemplo, era un éxito.  En esta obra poco conocida fuera del mundo anglófono y para la cual el intertexto resulta imprescindible, el gran autor irlandés logra un personaje de un cinismo y una sofisticación fascinantes, rasgos que hace resaltar por medio de la relación del viejo general romano con una reina infantil y caprichosa que nada tiene de erótico o sexual y que correspondería más a la interacción entre abuelo y nieta.  El texto es, por supuesto, excusa para muchas interpolaciones que reflejan la crítica aguda a los valores morales del puritanismo prevaleciente en el novecientos.  Al final del segundo acto, por ejemplo, Bernard Shaw introduce el incendio de la celebérrima Biblioteca de Alejandría como una estratagema mediante la cual César distrae a las fuerzas egipcias para apoderarse, con menos efectivos, del también célebre Faro y asegurar su posición mediante el bloqueo de la entrada al puerto.  Impasible ante la acción del entorno, recibe los embates verbales de Theodotus, el pedagogo del bastante marginal Tolomeo, el rey niño hermano de Cleopatra.  Theodotus encarna valores y prejuicios muy propios hoy día de nuestro sentido común: sólo los bárbaros desconocen el valor de los libros; una vez cada diez generaciones el mundo gana un libro inmortal; sin la historia, todo lo que queda es la muerte; quemar un libro es quemar la memoria de la humanidad…  Una a una, César desbarata los lugares comunes del tutor: siendo él mismo un escritor, afirma que es mejor vivir la vida que soñarla por medio de los libros; que los libros que sobreviven lo hacen sólo porque halagan a la humanidad y escapan al verdugo a causa de su complacencia con la ortodoxia; que la muerte siempre está ahí, con o sin libros; que la memoria de la humanidad está tan llena de vergüenza que es mejor dejarla arder…
La Biblioteca de Alejandría, en efecto, ardió dos veces a lo largo de la historia.  Una de las razones por las que ocurrió el primer incendio, durante la conquista romana, bien pudo haber sido una estratagema del tipo que propone Bernard Shaw. Pero la segunda vez ocurrió durante la expansión del Islam y fue definitiva: la destrucción era producto de la tiranía del “libro único” de que habla Borges, escrito por la deidad, que impedía la existencia de cualquier otro.  Entre ambos eventos, la tolerancia en el mundo mediterráneo se había contraído significativamente, y faltaba poco tiempo para que llegaran las hogueras de la Inquisición.  En el imaginario occidental, en todo caso, la biblioteca y su destrucción se convirtieron, eventualmente, en un símbolo de la lucha entre civilización y barbarie, en la medida en que el libro pasó de ser un archivo de datos y debates a convertirse en un generador y difusor de ideas y, sobre todo, en un promotor de las ideas individuales.
Quemar libros era, en términos de memoria histórica, mucho más crucial en la antigüedad que en nuestros días.  A lo largo de los siglos en que la imprenta no existió, el libro respondía a un concepto muy diferente al nuestro, tanto en su aspecto físico como en su contenido.  El libro surge con el desarrollo de la escritura y su inconmensurable potencial para registrar, legitimar, acumular y preservar el poder, como lo ha ilustrado Thomas Mann en su hermoso relato sobre las tablas de la ley.
Las bibliotecas de la antigüedad eran verdaderos y únicos acopios de conocimientos e información que, concentrados en un solo edificio, traicionaban la fragilidad de la cultura que preservaban.  Claro, las bibliotecas no eran tan escasas, y la reproducción de los libros, sin tener la escala actual, no era tampoco tan infrecuente, de modo que una biblioteca destruida podía reconstruirse en buena medida con nuevas copias de los libros perdidos. De otra forma no conservaríamos el volumen de textos antiguos que todavía ha llegado a nuestra época.
La invención de la imprenta de tipos móviles, que vino a sustituir los imperfectos y poco eficientes grabados en madera, significó un cambio radical en nuestra concepción del libro y, en general, de la civilización,  al extremo de que Ásimov la ha definido como el detonador de la “tercera revolución” de la humanidad, luego del habla y la escritura.  El libro de Gutenberg es, físicamente, como nos lo ha contado Boorstin, una versión normalizada del libro escolástico de folios encuadernados y sus tipos móviles siguen el diseño modular del Medioevo, pero introduce el elemento de la escala y, por consiguiente, la multiplicación de bibliotecas y la universalización del poder de la escritura, su contraparte indisociable (con lo que, si se quiere, el mundo se transforma en una biblioteca ubicua, sistémica). La imprenta no impidió la destrucción de las bibliotecas, aunque hizo el acto menos eficiente que en el pasado porque la expectativa es que siempre, en algún lugar, subsiste por lo menos un ejemplar. Pero en la literatura y en la realidad el incendio de las bibliotecas continuó y asumió diferentes rasgos simbólicos.
Contrario a la “bibliopiromanía” del César de Bernard Shaw, llena de sarcasmo y herejía, la de Cervantes es más peligrosa y oscura. Así, en el famoso episodio del Quijote en el cual un cura y un bachiller provincianos condenan a la hoguera las novelas de caballerías, pervive un sabor agridulce apenas velado por la negación de estudiosos y lectores ilustrados.  La justificación de este acto (un ritual de “sanación”, mediante el cual se pretende volver a la “normalidad” al personaje principal) nunca ha sido satisfactoria y su consecuencia nefasta en la historia de las represión y la supresión de las ideas siempre ha sido evadida o subestimada.  A la luz de la preservación del acervo cultural de la humanidad resulta imposible a todas luces disculpar la hoguera de Cervantes, alimentada por prejuicios de clase y falta de perspectiva histórica. Pese a estar inscrita en un relato humorístico, basta una breve reflexión para sentirla como una trágica propuesta programática para la historia moderna.  Lo crucial en esa simbólica quema no es la crítica extrema de las caballerías que, por suerte, subsistieron en la memoria y en las páginas de otras culturas y que, paradójicamente, quedaron encarnadas en la personalidad de un Quijote que ahora celebramos por las mismas causas que su autor pretendió escarnecer; lo crucial es que inaugura, tristemente, una historia generalizada de supresión ideológica cuyo corte fascista cobraría fuerza en los siglos por venir.
En el contexto de la guerra fría, por ejemplo, Bradbury imaginó varias veces la encarnación del totalitarismo en la persecución y exterminio por el fuego de todos los libros publicados y acumulados por la sociedad. Su conocida distopía, Fahrenheit 451 (la temperatura a la cual se consume el papel), proponía una sociedad de este tipo, dotada de una resistencia muy original según la cual cada miembro se constituía en un libro, memorizándolo íntegramente para evitar su existencia en el peligroso papel y conjurar su destrucción.
Afortunadamente, en los albores del nuevo milenio, tanto los libros como las ideas en cuyo símbolo se convirtieron, han prevalecido y parecen haber evadido para siempre la hoguera, sea por el auge de la industria editorial, sea por la creciente libertad con que se difunden, sea porque trascienden las limitaciones de la forma física y pasan a los ubicuos archivos digitales. Un retorno a la función de la memoria resaltada por Boorstin.
¿O no?
¿Está amenazada realmente la existencia del libro en este presente que se parece y no se parece a los futuros que hemos imaginado?

BORGES:
Ciertamente que la creencia en un libro sagrado ha decaído y ha sido reemplazada por otras creencias. Por aquella, por ejemplo, de que cada país está representado por un libro. Recordemos que los musulmanes denominan a los israelitas la gente del libro; recordemos aquella frase de Heinrich Heine sobre aquella nación cuya patria era un libro: la Biblia, los judíos. Tenemos entonces un nuevo concepto, el de que cada país tiene que ser representado por un libro, en todo caso, por un autor que puede serlo de muchos libros.
Es curioso –no creo que esto haya sido observado hasta ahora– que los países hayan elegido individuos que no se parecen demasiado a ellos. Uno piensa, por ejemplo, que Inglaterra hubiera elegido al doctor Johnson como representante; pero no, Inglaterra ha elegido a Shakespeare, y Shakespeare es –digámoslo así– el menos inglés de los escritores ingleses. Lo típico de Inglaterra es el understatement, es el decir un poco menos de las cosas. En cambio, Shakespeare, tendía a la hipérbole en la metáfora, y no nos sorprendería nada que Shakespeare hubiera sido italiano o judío, por ejemplo.
Otro caso es el de Alemania; un país admirable, tan fácilmente fanático, elige precisamente a un hombre tolerante, que no es fanático, y a quien no le importa demasiado el concepto patria; elige a Goethe. Alemania está representada por Goethe.
En Francia no se ha elegido un autor, pero se tiende a Hugo. Desde luego, siento una gran admiración por Hugo, pero Hugo no es típicamente francés. Hugo es extranjero en Francia; con esas grandes decoraciones, con esas vastas metáforas, no es típico de Francia.
Otro caso aún más curioso es el de España. España podría haber sido representada por Lope, por Calderón, por Quevedo. Pues no. España está representada por Miguel de Cervantes. Cervantes es un hombre contemporáneo de la Inquisición, pero es tolerante, es un hombre que no tiene ni las virtudes ni los vicios españoles.
Es como si cada país pensara que tiene que ser representado por alguien distinto, por alguien que puede ser, un poco, una suerte de remedio, una suerte de triaca, una suerte de contraveneno de sus defectos. Nosotros los argentinos hubiéramos podido elegir el Facundo de Sarmiento, que es nuestro libro, pero no; nosotros, con nuestra historia militar, nuestra historia de espada, hemos elegido como libro la crónica de un desertor, hemos elegido el Martin Fierro, que si bien merece ser elegido como libro, ¿cómo pensar que nuestra historia está representada por un desertor de la conquista del desierto? Sin embargo, es así; como si cada país sintiera esa necesidad.
Sobre el libro han escrito de un modo tan brillante tantos escritores. Yo quiero referirme a unos pocos. Primero me referiré a Montaigne, que dedica uno de sus ensayos al libro. En ese ensayo hay una frase memorable: No hago nada sin alegría. Montaigne apunta a que el concepto de lectura obligatoria es un concepto falso. Dice que si é1 encuentra un pasaje difícil en un libro, lo deja; porque ve en la lectura una forma de felicidad.
Recuerdo que hace muchos años se realizó una encuesta sobre qué es la pintura. Le preguntaron a mi hermana Norah y contestó que la pintura es el arte de dar alegría con formas y colores. Yo diría que la literatura es también una forma de la alegría. Si leemos algo con dificultad, el autor ha fracasado. Por eso considero  que un escritor como Joyce ha fracasado esencialmente, porque su obra requiere un esfuerzo.
Un libro no debe requerir un esfuerzo, la felicidad no debe requerir un esfuerzo. Pienso que Montaigne tiene razón. Luego enumera los autores que le gustan. Cita a Virgilio, dice preferir las Geórgicas a la Eneida; yo prefiero la Eneida pero eso no tiene nada que ver. Montaigne habla de los libros con pasión, pero dice que aunque los libros son una felicidad, son, sin embargo, un placer lánguido.
Emerson lo contradice –es el otro gran trabajo sobre los libros que existe–.    En esa conferencia, Emerson dice que una biblioteca es una especie de gabinete mágico. En ese gabinete están encantados los mejores espíritus de la humanidad, pero esperan nuestra palabra para salir de su mudez. Tenemos que abrir el libro, entonces ellos despiertan. Dice que podemos contar con la compañía de los mejores hombres que la humanidad ha producido, pero que no los buscamos, y preferimos leer comentarios, críticas y no vamos a lo que ellos dicen.
Yo he sido profesor de literatura inglesa, durante veinte años, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Siempre les he dicho a mis estudiantes que tengan poca bibliografía, que no lean críticas, que lean directamente los libros; entenderán poco, quizá, pero siempre gozarán y estarán oyendo la voz de alguien. Yo diría que lo más importante de un autor es su entonación, lo más importante de un libro es la voz del autor, esa voz que llega a nosotros.
Yo he dedicado una parte de mi vida a las letras, y creo que una forma de felicidad es la lectura; otra forma de felicidad menor es la creación poética, o lo que llamamos creación, que es una mezcla de olvido y recuerdo de lo que hemos leído.
Emerson coincide con Montaigne en el hecho de que debemos leer únicamente lo que nos agrada, que un libro tiene que ser una forma de felicidad. Le debemos tanto a las letras. Yo he tratado más de releer que de leer, creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído. Yo tengo ese culto del libro. Puedo decirlo de un modo que puede parecer patético y no quiero que sea patético; quiero que sea como una confidencia que le realizo a cada uno de ustedes; no a todos, pero sí a cada uno, porque todos es una abstracción y cada uno es verdadero.
Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los otros días me regalaron una edición del año 1966 de la Enciclopedia de Brokhause. Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, la sentí como una suerte de felicidad. Ahí estaban los veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con los mapas y grabados que no puedo ver; y sin embargo, el libro estaba ahí. Yo sentía como una gravitación amistosa del libro. Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres.
Se habla de la desaparición del libro; yo creo que es imposible. Se dirá qué diferencia puede haber entre un libro y un periódico o un disco. La diferencia es que un periódico se lee para el olvido, un disco se oye asimismo para el olvido, es algo mecánico y por lo tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria.
El concepto de un libro sagrado, del Corán, de la Biblia, o de los Vedas –donde también se expresa que los Vedas crean el mundo–, puede haber pasado, pero el libro tiene todavía cierta santidad que debemos tratar de no perder. Tomar un libro y abrirlo guarda la posibilidad del hecho estético. ¿Qué son las palabras acostadas en un libro? ¿Qué son esos símbolos muertos? Nada absolutamente. ¿Qué es un libro si no lo abrimos? Es simplemente un cubo de papel y cuero, con hojas; pero si lo leemos ocurre algo raro, creo que cambia cada vez.
Heráclito dijo (lo he repetido demasiadas veces) que nadie baja dos veces al mismo río. Nadie baja dos veces al mismo río porque las aguas cambian, pero lo más terrible es que nosotros somos no menos fluidos que el río. Cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado, la connotación de las palabras es otra. Además los libros están cargados de pasado.
He hablado en contra de la crítica y voy a desdecirme (pero qué importa desdecirme). Hamlet no es exactamente el Hamlet que Shakespeare concibió a principios del siglo XVII, Hamlet es el Hamlet de Coleridge, de Goethe y de Bradley. Hamlet ha sido renacido. Lo mismo pasa con el Quijote. Igual sucede con Lugones y Martínez Estrada, el Martin Fierro no es el mismo. Los lectores han ido enriqueciendo el libro.
Si leemos un libro antiguo es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y nosotros. Por eso conviene mantener el culto del libro. El libro puede estar lleno de erratas, podemos no estar de acuerdo con las opiniones del autor, pero todavía conserva algo sagrado, algo divino, no con respeto supersticioso, pero sí con el deseo de encontrar felicidad, de encontrar sabiduría.
Eso es la que quería decirles hoy.

NÁJERA:
¿Pero puede sobrevivir el concepto, puede garantizarse el culto ante la agresión material? ¿Sobrevivirá el espíritu del libro cuando su materia se hace cada vez más tenue?  Señor Ásimov…

ÁSIMOV:
Algunos de los cambios más impresionantes del último siglo han involucrado a los vehículos para el entretenimiento de los seres humanos.
Pasamos de las pianolas a los tocadiscos, del vodevil a las películas, de la radio a la televisión. Agregamos sonido a las películas, imágenes al radio y colores a ambos. Y no hay duda de que hemos ido más allá todavía.
Con el uso del laser y las holografías podemos producir imágenes tridimensionales más detalladas que cualquier cosa obtenida por la fotografía sobre una superficie plana. Utilizando procesos de grabación digitales podemos producir archivos de cualquier tema, de modo que un individuo puede reproducir la información que quiere en su propio equipo y en el momento que le convenga.
Cada nuevo avance deja fuera de moda los aparatos viejos en la medida en que la gente recurre a la técnica que le ofrece más. El cinematógrafo mató el vodevil, la televisión mató el radio, el color mató el blanco y negro. La tridimensionalidad matará seguramente la imagen plana y la transmisión digital matará a la producción masificada de la televisión.
Pero, ¿todo seguirá avanzando? ¿Cuál será el límite?
Cierta vez, hace muchos años, cuando esto era una novedad, vi la demostración de un casete para televisión y no pude evitar notar lo abultado y caro de los aparatos requeridos para decodificar la cinta, transferir el sonido y las imágenes a las bocinas y la pantalla.  Como lo preví, la miniaturización y la sofisticación estaban en la dirección más lógica y nos han dado en las décadas recientes artefactos más pequeños y compactos, incluyendo radios, cámaras, computadoras y satélites.
Como era de esperar, hemos visto que el equipo auxiliar se ha encogido hasta casi desaparecer. El portador de la información no sólo se contiene a sí mismo sino que contiene todos los mecanismos para reproducir sonido e imagen. Con la miniaturización, la información se hará más y más portátil y ligera, y requerirá menos energía para operar, hasta acaso no requerir ninguna.
Un aparato de este tipo produce sonido y luz. Este es su propósito, por supuesto. Pero además, idealmente, para no agredir a los demás, debe ser solamente visible y audible para quien lo usa.
Los artefactos actuales de este tipo involucran controles, por supuesto. Deben tener un interruptor de encendido y formas de regular el color, el volumen, el brillo, el contraste y todo eso. Naturalmente, la simplificación afectará los controles y eventualmente los botones y las teclas desaparecerán.
Podríamos imaginar un artefacto que siempre esté ajustado; que se inicie automáticamente con sólo verlo; que se detenga automáticamente cuando se deje de verlo; que avance o retroceda, rápida o lentamente, por saltos o con repeticiones, a nuestro entero placer.
Seguramente éste sería el artefacto soñado: una unidad que pudiera abordar un número infinito de temas, de ficción o no, que esté contenida en sí misma, sea portátil, no consuma energía, que sea totalmente privada y que esté hasta donde sea posible controlada por nuestra voluntad.
¿Debe seguir siendo éste tan solo un sueño? ¿Podemos esperar contar con un artefacto de ese tipo algún día?
¡La respuesta definitiva es sí! No sólo tendremos algún día un artefacto como ése, sino que lo hemos tenido por siglos. El ideal que he descrito es la palabra impresa, la revista, el libro, este objeto que podemos tomar en nuestras manos, liviano, privado y manipulable a voluntad.
¿Creen que el libro, a diferencia de los artefactos electrónicos que he descrito, no produce sonidos ni imágenes?  Pues ciertamente lo hace porque no es posible leer sin escuchar las palabras y ver las imágenes a que dan lugar en nuestras mentes. De hecho, puesto que son nuestros sonidos y nuestras imágenes y no las que alguien más inventa., no las que el lector inventa, son mejores.
Todos los medios de reproducción diferentes al libro presentan imágenes y sonidos previamente empacados, con mayor detalle en la medida en que la tecnología avanza. El resultado es que los medios requieren menos y menos de uno. Inclusive la música incidental y las risas enlatadas se proporcionan para inducir determinadas emociones en nosotros sin exigir esfuerzo de nuestra parte. Si la lectura es difícil para una persona (y lo es para muchos) seguramente recurrirá a estos pre-empacados y será un espectador pasivo.
La palabra impresa, sin embargo, presenta un mínimo de información. Todo salvo el mínimo debe ser proporcionado por el lector: la entonación de las palabras, las expresiones faciales, las acciones, los escenarios, el ambiente deben derivarse de una larga línea de símbolos en blanco y negro. El libro requiere un esfuerzo compartido entre el escritor y el lector que ningún otro medio de comunicación requiere.
Si ustedes son, entonces, parte de la pequeña y afortunada minoría para la cual la lectura es fácil y placentera, el libro en todas sus manifestaciones, es irreemplazable e indestructible, porque requiere que ustedes participen. Y no importa cuán placentera sea la contemplación, la participación siempre es mejor.

NÁJERA:
Participación es un buen término para dar por concluido este encuentro que esperamos repetir, con las variaciones del caso, en el futuro.  Al fin de cuentas libros y lectores son indisociables; si el libro puede ser abstracción y la memoria lo es, el lector permanece concreto y no puede imaginarse.  Somos, en último término, la fuente de su existencia.  Empecé con una referencia a Bradbury y, con su licencia, en particular la suya señor Ásimov porque entiendo su poca simpatía por la poesía de la ciencia ficción, voy a hacer referencia a ella.
En esta parábola que pertenece, creo, a Las Doradas Manzanas del Sol, Bradbury produce otra imagen que resulta más tétrica que las anteriores y que admite una paráfrasis angustiantemente contemporánea.  En algún lugar del universo vaga el alma de Poe. Es un alma en pena que apenas sobrevive porque, en otra parte, un único lector todavía lee uno de sus libros. Un día, este último lector pasa la última página con un verso de Poe, cierra el libro, lo descarta. El libro desaparece de la historia humana.  Y el espíritu de Poe se esfuma para siempre, consumido en una hoguera más cruel que las hogueras de César, Cervantes, el Islam, la Inquisición, el Nazismo, el anticomunismo o la ciega lógica del mercado.
Por suerte, creo que la presencia de nuestros invitados, que la lealtad de sus lectores, que el testimonio de todos los autores que nos escuchan en los anaqueles que nos circundan, es suficiente para conjurar esas negras nubes que no dejan de cernirse sobre la humanidad pero contra las que siempre habrá guerreros.
Es hora de concluir y quiero hacerlo invitándolos a decir algo final, para nuestra concurrencia de hoy.

ÁSIMOV:
Mi libro número 391 se titula «Tan lejos como podrían ver los ojos humanos» y pretendía responder a la pregunta “¿Cuán lejos podemos ver?” Es una respuesta que nunca pude dar y sospecho que tiene que ver con la cantidad de libros que escribí, con mi convicción de que la ciencia ficción es una disciplina objetiva, con mi eventual retorno a la exploración de la historia.  Nuestra visión depende de lo que estemos buscando. Si estamos mirando la historia humana, no podremos ver muy lejos porque la historia humana es algo bastante caótico. Los cambios minúsculos producen a veces enormes resultados, imprevisibles en su dirección. Pero si estamos mirando algo esencialmente simple, como estrellas o galaxias, entonces es posible mirar muy lejos en el futuro. Tal vez nos equivoquemos, pero es posible pronosticar algo que va a ocurrir dentro de miles de años. Eso es lo que hago en mis libros y por eso le puse a éste, el número 391,  como título un verso de aquel poema de Tennyson que dice: «Me sumergí en el futuro tan lejos como podría ver el ojo humano, y tuve una visión del mundo y de lo maravilloso que sería»…

BOORSTIN:
Tal vez quisiera ser provocativo. He hablado del arte de la memoria como antecedente al libro, que ha ayudado a fijar los recuerdos y, a la vez, acaso ha empobrecido nuestro dominio del arte de la memoria. Sin embargo, quisiera concluir citando al incomparable William James que observó que “en el uso práctico de nuestro intelecto, olvidar es una función tan importante como recordar… Si lo recordáramos todo, en muchas ocasiones estaríamos tan enfermos como si no recordásemos nada. Nos tomaría lo mismo recordar un espacio de tiempo que el transcurso de tiempo original y nunca podríamos ir más allá en nuestro pensamiento. Todos los tiempos recordados experimentan…la perspectiva; y esta perspectiva se debe a la omisión de un enorme número de hechos que los llenaban. Así llegamos al paradójico resultado de que una condición para recordar es que olvidemos. Sin olvidar totalmente un prodigioso número de estados de conciencia, pero olvidando momentáneamente un buen número de ellos, no podríamos recordar en lo absoluto.”
El libro, finalmente, nos permite olvidar tranquilamente para recordar constantemente.

BORGES:
Yo recuerdo haber escrito este poema alguna vez. Lo escribió al menos alguien que se llamaba Borges y que a la vez era yo y era otro.
Mis libros (que no saben que yo existo)
son tan parte de mí como este rostro
de sienes grises y de grises ojos
que vanamente busco en los cristales
y que recorro con la mano cóncava.
No sin alguna lógica amargura
pienso que las palabras esenciales
que me expresan están en esas hojas
que no saben quién soy, no en las que he escrito.
Mejor así. Las voces de los muertos
me dirán para siempre.
NÁJERA:
Muchas gracias a todos, a Ásimov, Boorstin y Borges, y a todos ustedes por su asistencia.  Feliz tarde.