signos de fuegoPara los escritores chapines, pensar la literatura guatemalteca y escribir sobre ella debe ser un asunto difícil, por varias razones, entre las cuales apunto tan solo tres: el reducido tamaño de nuestro país, lo lastimado que ha sido su «parque intelectual» y la característica susceptibilidad del gremio escritor. A pesar de esto, se han hecho reflexiones válidas (Dante Liano, Francisco Alejandro Méndez, etc…), la más reciente de las cuales es de Ronald Flores y ha merecido por ella el premio Certamen Permanente Centroamericano «15 de septiembre» 2007. La acaba de publicar Editorial Cultura bajo el título «Signos de Fuego, Panorámica de la literatura guatemalteca de 1960-2000«.

La extensión limitada del ensayo (75 páginas, incluyendo apéndices, bibliografía e índice) jugó sin duda un papel importante en lo truncada (brutalmente truncada, dirán algunos) que queda la lista de autores guatemaltecos en este panorama. Me aventuro a anticipar que entre las lecturas más críticas de este trabajo estarán las de aquellos escritores que no aparecen en este ensayo, o que no aparecen iluminados por la mejor de las luces.

Aunque no hay que descartar que alguna omisión pudo haber sido más a propósito que otras, no dudo del afán de objetividad de Ronald y creo que en la lista de los que quedaron, hay que leer el punto central del ensayo. Todo análisis de la evolución de la literatura guatemalteca de segunda mitad del siglo XX, de la comunicación, o falta de ella, de la complicidad o choque entre las diferentes propuestas literarias chapinas, pasa más (muchísimo más) por la situación política interna del país y sus múltiples aristas, que por otras consideraciones, estéticas o relacionadas con movimientos literarios foráneos o internacionales.

Como consecuencia de esta tesis, asistimos, en el seno de un ensayo que se anuncia y es literario, a una reflexión que coloca en pleno centro de la movida literaria a La Patria del Criollo de Severo Martínez Peláez, y obras como Los Fusiles de octubre, y El trueno en la ciudad de Mario Payeras, o aún el testimonio Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, y que lista en el apéndice de libros destacados, entre otros, los ensayos de Marta Elena Casaús Arzú y de Mario Roberto Morales.

Sin duda, este ensayo provocará discusiones que ni siquiera imagino y para las que habrá que esperar la reacción de la crítica. Pero en particular, hay que reconocerle el acierto de la abstención de adentrarse (y perderse) en temas estéticos cuando el peso de lo político ha sido tan sobrecogedoramente importante en nuestra literatura reciente.

Lo intuíamos quizás, pero ahora está enunciado: la historial política y la literaria de Guatemala son una sola, y no están del todo escritas todavía.