En estos días, aprovechando un descanso forzoso decidí revolver mi librera.
Todos esos libros apilados –por falta de espacio- son uno de mis mayores placeres.
sherlockPaseando por los estantes me encontré con Sir Arthur Conan Doyle y decidí recorrer de nuevo la emoción de sus relatos.
Mi amigo Sherlock tenía ya bastante tiempo de estar recibiendo polvo, y sin embargo, ni los años ni las capas de polvo podrían acabar con la magia de este sensacional detective.
En mi cama –pues no me queda mejor posición para leer-  y escuchando la voz de Watson, se me fueron las horas y de nuevo disfruté las más de trescientas páginas de investigaciones y deducciones del cocainómano más famoso de la literatura.
Pasearse por lo suburbios de Londres, disfrazarse de borracho o de opiómano a la vez que se pone a trabajar la mente son todo uno en este detective que disfruta tanto del té y del violín como de la escena del crimen.
Y es que este investigador es un personaje como ninguno: no posee la arrogancia de Ellery Queen, ni el racismo del detective de Hammett.
Cuenta con su capacidad de deducción y su insuperable manera de atar cabos.
Es tan terriblemente bueno, que su público no soportó su muerte –la que Conan Doyle le dio, cansado ya de su personaje- y el autor tuvo que “revivirlo” para complacer a las multitudes y… resignarse al éxito.
Las aventuras de Sherlock Holmes es uno de esos libros llamados “de cabecera”, de los que siempre vuelven y a los que siempre volvemos… “elemental, mi querido Watson”…