por Miriam Alejandra Camas

Es en Montparnasse, París, donde yace Julio Cortázar. Aunque él no está ahí. Está en todos lados, en todos los textos, en las simples cosas.

A Julio, lo hipnotizaba jugar con el lenguaje, pero jugar, sobretodo. Carlos Fuentes, Vargas Llosa, García Márquez, y otros brillantes autores, aclamaron y aclaman su intrépida sencillez y su divertida manera de envolver al lector con sus alucinantes modos de describir, incluso, la latente realidad, es decir; la inminencia de todas las formas que esperan ser llamadas por la mágica idea de existencia que otorgan las letras, las palabras, incluso, las que aún no existían.

Julio, repartía con sus pasos de jazz y sus largos ojos de novillo (como García Márquez lo describe durante la inauguración de la Cátedra de Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara en México)  una limpia literatura, sin ninguna seriedad, “purgada de retórica”[1], redactada con la firma de no aceptar las cosas tal y como le eran dadas.

El gran Cronopio, quien hoy cumpliría 98 años,  dejó al mundo lo mejor de él, su generosidad convertida en libros, regaló poesías, cuentos, novelas y hasta incomparables traducciones, como la obra completa de Edgar Allan Poe, publicada por la Universidad de Puerto Rico.

Poesías, asombrosos rompecabezas de vocabularios inimaginados, como lo redacta en “A una mujer” «¿Qué quiere decir esto? Nada, una taza de té», en “Canada Dry”  «El cielo raso dibuja un gato, un número, una mano cortada», en “El interrogador”, «Quiero saber a dónde van las golondrinas muertas, a dónde van las cajas de fósforos usadas. Por grande que sea el mundo hay los recortes de uñas, las pelusas, los sobres fatigados, las pestañas que caen. ¿A dónde van las nieblas, la borra del café, los almanaques de otro tiempo?» o en “Encargo”, «…Hostígame en la sangre, que cada cosa cruel seas tú, que vuelves (…) Ven a mí con tu cólera seca de fósforos y escamas. Grita. Vomítame arena en la boca, rómpeme las fauces…»

Cortázar siempre asustaba al hastío, se aferraba a la espontánea vida del cuerpo y la cotidianidad, abrazaba a las confusiones, a los oficinistas, a la monotonía,  y relataba genialmente lo que sucedía en un cuadrilátero, en un puente, en un patio, en una carta, en un sonido, en un conejito.

Su prosa,  imperecedera prueba a la coherencia lógica de la lengua, debía pensarse cuando se dejaba de comprender literalmente el significado de sus letras. Sus obras como: “Bestiario”, “62. Modelo para armar” y la magnífica “Rayuela”, presentan un reto en glíglico (término creado por Julio, que pretende comunicar un significado por medio del sonido de sus sílabas, sin prescindir totalmente de una armazón sintáctica lógica) como en el capítulo 68, «…Cada vez que él  procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimido quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco, las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia.»

Pero el encanto de Julio reside en sus cuentos, en esos textos fantásticos en donde logra diluir la ficción y la realidad, con tremendas historias llenas de encanto y de pies en el asfalto. Sus cuentos como “Un tal Lucas”, “Axolotl” o “Cefalea”, mueven la ilusoria sensatez de cada cual y cada quien: «… Uno de nosotros saca las mancuspias madres de las jaulas de invernadero –son las 6:30am- y las reúne en el corral de pastos secos. Las deja retozar veinte minutos, mientras el otro retira los pichones de las casillas numeradas donde cada uno tiene su historia clínica…»  destrozan tiernamente las verdades como “La noche boca arriba” «…Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños…» y  además, convierte en arte lo más funesto, como en «Historias de Cronopios y de Famas» con “Simulacro” «Tenemos un defecto: nos falta originalidad (…) Mi tío el mayor, dice que somos copias en papel carbónico, idénticas al original, salvo que otro color, otro papel, otra finalidad.»

Julio Cortázar podrá estar en Montparnasse, pero no, Julio se quedó con nosotros, porque a él se le toma y se le sostiene, «como si de ello dependiera muchísimo el mundo, la sucesión de las cuatro estaciones, el canto de los gallos, el amor de los hombres.»

 


[1] Como Vargas Llosa lo menciona en el prólogo (dedicado a Aurora Bernárdez) de la edición de Cuentos Completos que en 1997 publica Alfaguara.