A Gabriela Navassi y a Rodolfo Kepfer, in memoriam

 

Mi mamá había imaginado un local pequeño, íntimo, en el que, después de haber atendido lo necesario por la mañana, se sentaría por las tardes, libro en mano, a tomar café y disfrutaría leyendo los buenos libros que tendría a la venta.

La realidad sería muy distinta, por supuesto. SOPHOS la requeriría mucho más; larguísimos días y noches. Tendría que esperar diez años para dejar de trabajar los domingos y apenas ahora, veinte años después, vemos a doña Marilyn llegar a SOPHOS por las tardes a tomar café, a seguir leyendo y a conversar con los muchos amigos que la librería le ha dado desde aquel 16 de diciembre de 1998.

Se juntaron el hambre con las ganas de comer. Ella, por su lado, con afán de hacer de SOPHOS la librería que querría haber podido visitar en Guatemala, abierta hasta tarde; el café, las salitas y el ambiente, distinguido pero sin pretensiones; los libros, al encuentro del lector, llegados de los cuatro puntos cardinales; los libros, hermosos libros, ventanas a incontables mundos que de pronto se volvían cercanos y algunos, incluso, posibles.

Los lectores, por el suyo, con ansias de ir al encuentro de esos mundos, de viajar propulsados por las letras y de buscar, finalmente, después de casi cuatro décadas de guerra (o siglos de oscuridad), pistas para comprender “este pequeño y cruel país”, como lo llamó Manuel José Arce. Los lectores llegaron. Volvieron. Se quedaron.

Así fue como nacieron tantas amistades, buenas y largas. Profundas algunas, incluso.

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Se cierra este primer katún, y volvemos la mirada hacia atrás. Suspiramos recordando cómo crujían mecidos por el viento los cipreses que vivían, literalmente, dentro de SOPHOS Reforma. Sonreímos con alivio mientras acuden a nuestras mentes las despiadadas goteras que sufríamos en época de lluvia. Una sonrisa muy otra nos sorprende al pensar en los que se nos han ido quedando. Imagino que las ruedas de nuestra carreta siguen los dos surcos que trazaron, con su entusiasmo y su pasión, Gabriela Navassi y Rodolfo Kepfer.  

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Entusiastas y generosos, los amigos nos ayudan hoy a dar cuenta del paso del tiempo. Movidos por un cariño que nos llena de gratitud, escritores y lectores han compartido con nosotros, y ahora con usted, sus recuerdos, su imaginación, sus reflexiones, para esbozar un retrato de lo que SOPHOS, esa construcción colectiva, ha sido para tantos lectores chapines. Es natural que veamos hacia atrás, pero lo maravilloso es ver hacia los lados, y sentirse rodeados, de tribus de lectores empedernidos, una auténtica federación de diletantes confesos, de adoradores de mundos hechos de tinta vertida sobre papel.  

Que SOPHOS haya sobrevivido hasta ahora tiene algo de milagroso; que haya florecido es sobrecogedor. Aún así, sigue hoy habiendo tanto por hacer que no hay lugar, ni tiempo, ni razón para acomodarse.

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Guardamos un secreto: una partida de felices inadaptados que encuentran refugio en esta fortaleza de libros que, además, defienden con todo lo que pueden y son. Orgullosos de la cofradía de seres singulares que conforman, quienes trabajan en SOPHOS son, sospecho, los hacedores del milagro al que aludíamos. Han sido muchos en veinte años. Todos vienen con entusiasmo, luego no se van o no se quieren ir. Pero salen, a desfacer entuertos en otras lares. Se van, pero se quedan. Son familia.

No hace mucho, contratamos al primer librero nacido después de que SOPHOS hubiese abierto. Da un golpe de viejo, hay que admitirlo, pero también nos llena de ilusión imaginar que los grandes lectores siguen naciendo y esperan poder crecer rodeados de gente que lee. Y mientras haya gente curiosa y sensible, gente crítica e indulgente, guardaremos la esperanza de que lo que hacemos tiene sentido, de que la palabra y las ideas guardan la capacidad de tocar corazones y de azuzar mentes.