Descuidado por completo. En las calles, la gente me detiene. Se me acerca. Y pide mi atención. Después de dar un paso atrás, de ver las alternativas hacia dónde podría salir corriendo, descubro que no me están asaltando. Es una simple advertencia. Una responsabilidad social que se toman muy a pecho y a la que yo soy indiferente. Yo jamás detendría a alguien en la calle para informarle que su mochila está abierta pero ellos tienen miedo de que yo salga perdiendo. Incluso sonríen al cumplir su misión. Ojalá la gente detuviera a otra gente en la calle para recomendarle un libro y no una advertencia sobre una mochila abierta. Sería un frenesí imparable.

Me embarga la emoción de estar viviendo el final. Un final que deseaba palpar y a la vez, estaba esperando que se disipara dejándome indemne. Es un viaje por carretera, el deleite de ver todo o casi nada: árboles que ninguno es igual al otro, culturas desafiadas por más que el internet lento, el traqueteo del transporte y que no permite leer, la distracción de las montañas, las manzanas pudriéndose en el camino y finalmente, el cansancio del viaje. La expectativa de llegar al destino lo mantiene a uno despierto y receptivo. Sin embargo, el regreso aunque se experimenta más corto, puede llegar a ser devastador.

Este final en especial me vigoriza. He llegado a la última página del libro y he querido llorar. No por un final desesperanzado o caótico, tampoco por ser abierto. Está repleto de melancolía, de sal de mar y una luz de sol cegadora. Es increíble que después de esa luz que me deja sin vista, aún me queda sed de leer un epílogo bellamente construido por manos que danzan en pos a lo que debería ser una novela.
Me río en mis adentros porque siempre me he mostrado reacio a que los libros me puedan ayudar. Los considero compañeros de viaje, están impregnados a mi necedad de darles un poder sobrenatural. Sin embargo, le otorgo el poder al hecho de que llegan en el momento que tienen que llegar y después de esta novela en concreto, la Libroterapia se reafirma y me abofetea. Sé que llegó en el momento correcto. Yo no lo busqué.

Una tarde él se me acerca decidido. Ha leído 100 veces más que yo. Por edad, por placer y porque soy infiel a la mayoría de libros que leo. Sostiene el libro a la altura de mi rostro. Y con pocas palabras acierta en mis gustos de lector y dice: “Este libro es buenísimo”.
He comprado más libros de los que puedo leer. Así que decido aceptar la sugerencia, algo indiferente pero respetando su impecable placer por leer.

En una de tantas noches que mi cuerpo queda exhausto y mi mente la acompaña fielmente, me siento en una silla para descansar la vida. La pantalla de la computadora no emite ninguna luz, duerme como mis deseos de levantarme de ahí. Insisto en encenderla pero se limita a quedarse inerte. Entro en un espacio donde nada me importa ya. Estoy sin deseos. Pequeños o grandes. Inalcanzables o efímeros. Todo se disipa en la silla que me sostiene y de forma febril me atrapa. En mi condición de humano que no se deja ir, sigo buscando y en la búsqueda encuentro la portada gris de un libro sobre el escritorio.


Recuerdo las palabras de don Alfonso. Me empujo a tomar el libro y abrirlo. Es dónde me encuentro a mí mismo hablando en la primera página, en un libro que yo no he escrito. Esta vez es una mujer de 40 años. Un nuevo personaje al que adentrarme. He decidido que la clave está en no leer las contraportadas, está en leer la primera página. Conforme uno va leyendo el libro, la contraportada cobra valor o se convierte en lo más horrible del mundo. Unas cuantas palabras y puede hundir a la novela (si no está hundida) o puede prometer algo que no se va a encontrar.

Entre muchas cosas y retos que significa ser un librero, recomendar puede ser un viaje vertiginoso de muchos matices. Es un idioma que se aprende por sí solo. Se desprende de la experiencia de leer lo que uno mismo algún día decidió tomar en sus manos y leer. Así, sin querer, los lectores que llegan por libros me han recomendado mucho más y mejor. De forma silenciosa o directa. En singular y en colectivo; cuando alguien muy confiado en un autor expone su tesis sobre lo que ese libro significa o debería significar para el mundo y la solicitud de un libro por varias personas que no se conocen entre sí.

Leer puede llegar a ser tan solitario. Crecí en una familia que no tenía ningún interés por la literatura. Yo mismo me abrí el camino a algo que no se me había mostrado. Ni una sola librera de dónde escoger, gozar y soñar. Bastó con que un tercero nos prestara el tercer tomo de una saga. Descubrí que el libro era muy grande pero quería ver lo que un libro significaba. Y con ello, qué era una película a partir de un libro y viceversa. Cuando terminé el tercer tomo, leí el primero porque tenía duda de cómo era el inicio, cuando terminé ese, pedí el cuarto para ver cómo terminaba todo. Y por último leí el segundo porque no me podía quedar sin haberla leído toda. Así, a trompicones, empecé el viaje que no ha terminado.

Así que aquí estaba yo, en una silla. Ya no estoy solo. Su recomendación me acompaña como un abrigo que ya no me puedo quitar. Estoy leyendo la segunda página que me ha gustado más que la primera. La segunda me lleva a la tercera y despego de la silla. Es una canción lenta que arranca sin hacer ruido y te lleva a Cadaqués, un municipio que recopila el mar como la portada del libro. El segundo capítulo es aún mejor que el primero. La segunda mitad del libro rebasa a la primera mitad. Estoy empapado de una buena conversación conmigo. Me ha transportado a niveles de un lenguaje que por ahora solo el libro y yo entendemos.

También esto pasará es una novela que ha marcado la literatura hispanoamericana y la universal. Y de forma más egoísta, mi librera.

El libro que inspiró esta reseña…