Para cuando haya libros y también para cuando no ahí está el fulgor de la obra de Dante Liano, un brillo que línea por línea y libro por libro, desde La vida insensata hasta El hijo de casa, pasando por su ensayística, ha ido labrando su peso en español, italiano, francés, alemán e inglés.

No es por chiripa ni por casualidad que dos veces haya llegado a la final del premio Herralde de Novela: sus novelas son demasiado buenas y, como bien dejó dicho Cervantes, lo mejor nunca queda en el primer lugar.

Con más que justificada razón, como se decía antes, es que SOPHOS “se enorgullece en publicar la primera edición guatemalteca de El hijo de casa”, una coyuntura que ni mandada a hacer para retomar el diálogo iniciado hace casi dos décadas en el semanario mexicano de cultura y política etcétera.

José Luis Perdomo

Muy apreciado maestro: década y media de agua corrió ya debajo de los puentes desde que sostuvimos aquel añejo diálogo en el distrito infernal mexicano con el imastun Salvador Mendiola y vos mero para la revista de cultura y política etcétera (de la cual, espero, aún guardés una copia, aunque de no ser así, tengo una que puedo facilitarte).

Hoy, gracias a Philippe Hunziker y Sophos, renuevo el contacto con vos y tu escritura.

Aquí te van unas cuantas preguntas para divulgarlas en la página web de esa heroica librería, genuino oasis.

Gracias por tu generosa paciencia.

Tu fiel lector JL Perdomo Orellana

 

Dante Liano:

Estimado José Luis,

Sí, me acuerdo (y tengo el recorte) de la entrevista para etcétera. ¿Hace quince años?  Pensaba más, tan lejos está en mi memoria aquel viaje a México para presentar El misterio de San Andrés, editada por el poético Carlos López, de cuyo aspecto no se diría. Contesto a tus preguntas como puedo, vista la finura y la agudeza de ellas. Por supuesto, he tratado de no esconderme en excusas, como en el ejemplo que me ponés, pero a veces me traiciona la gana de contar anécdotas.  Espero satisfacer, en parte, tus curiosidades atentas. Un abrazo

Dante Liano

JLP. ¿Estudiar en el extranjero sólo sirve para “notar la diferencia entre quiénes tiran papeles al suelo y quiénes no los tiran”?

DL. Para no tirar papeles al suelo no se necesita una buena educación cívica. Hay necesidad de basureros en cada esquina. Para ver ese espejismo, el chapín tiene que viajar al extranjero. Comprobará así que la “civilización” tiene que ver con la opulencia y que la “mala educación” es un lujo de los que recibieron educación, buena o mala.

JLP. De acuerdo con el Fiat 1100 modelo 1967 del Dr. Zamora, ¿un compatriota es el que te cobra “dos veces el valor de un repuesto”?

DL. Vivo en un país en donde la astucia constituye, con mucho, uno de los valores admirables de un individuo. Hace poco, la policía de Hacienda descubrió que un estudiante universitario, becado por sus escasos recursos, llegaba a la Universidad en una Porsche Cayenne. Lo explica Primo Levi al final de “Si esto es un hombre”. La picardía del chapín está determinada por su parentesco con el Lazarillo. El siervo que logra escamotear algo al patrón no se siente culpable, como si percibiera, por algún lado, que hay una cierta justicia en ello. Las sirvientas (qué arcaísmo, por Dios) que roban algo de la casa, no hacen más que equilibrar el sueldo de siglo XIX y el trato de siglo XVI.

JLP. Más que una “rareza”, ¿no es una especie extinta la del Dr. Zamora, quien “apenas cobraba a los pobres”? Pienso en esos galenos que te cobran hasta por corresponderte el saludo y en esos otros que te están esperando en el IGSS sólo para maltratarte o de plano aniquilarte.

DL. Alguna vez conocí la leyenda de que los médicos guatemaltecos estaban entre los mejores de América. Un ejemplo era el Dr. Valdizón, médico de familia que te curaba con sus largas conversaciones, amables conversaciones de bondadoso hombre que conocía tus debilidades y tus angustias. Cuando me dio un patatús juvenil, me recetó: “Búsquese una amante y cómprese una bicicleta”. Pedaleé como nunca en ese período. Sobre los de hoy, a mi padre lo acompañó hasta sus último días el Dr. Castillo, y todavía le debemos sus cuidados, impagables. A mi hermana le tocaron en suerte una enfermedad arcana y un médico honesto, el Dr. Godínez, tan bueno como los médicos de aquí, con la añadidura de que es paisano de Chimaltenango y conversa largo sobre la gente del pueblo. La estirpe del imaginado Dr. Zamora no está extinta. Pero hay un aviso en el sitio del Ministerio de Asuntos Exteriores italianos: “Si se enferma en Guatemala, váyase a los Estados Unidos”.

JLP. En un mundo que amanece cada día más hipócrita, ¿te acercás “más a la verdad en la medida que te acercás a la muerte”?

DL. Porque la única verdad es la muerte. (Perdón por la banalidad).

JLP. Cuando el narrador nos cuenta en la página 14 que “el estacionamiento se quedaba íngrimo y solo”, ¿está haciéndole un homenaje al Eduardo Torres de Augusto Monterroso?

DL. La lengua tiene ripios irresistibles. Esperé años para poder decir “íngrimo y solo”. Uno corrige con mucho cuidado, y trata de evitar  los lugares comunes. A veces, son necesarios, inevitables. Me imagino una escritura sin lugares comunes como algo monstruoso, como un exceso poco natural. Quizá el arte sea dejar caer los lugares comunes con gran llaneza, sin que nadie se dé cuenta. Por otro lado, se trata de destrabar el idioma de sus frases fáciles, de sus escapatorias para no decir nada, de darle vuelta a las palabras para que digan lo que no se puede decir. Cuando Darío descubre el adjetivo “unánimes” para los cisnes, lo descubre para siempre. Revela ese lado oculto del lenguaje que todo escritor va buscando. Hay quien corrige a Otto René haciéndolo decir: “Vamos, patria a caminar…”, cuando él quiso decir “Vámonos”. Porque esa es la palabra que arrastra. “¡Vámonos!” es el descubrimiento de un lenguaje encubierto. Cuando Jorge Manrique escribió: “Recuerde el alma dormida…”, todo el mundo en su época entendía: “Despierte el alma dormida…” Era un lenguaje casi coloquial. Ahora el sentido de “despertar” casi no se conoce, y el lector puede creer que es un llamado a la memoria, mientras que se trata de un llamado a la atención. O quizá tenga razón Borges: hay que escribir solo con ripios.

JLP. Respirando aún la bondad y la clorofila que esparciste en El misterio de San Andrés, me cuesta trabajo constatar que en El hijo de casa hayás usado frases como “pendejo”, “mierda”, “un puto que te cagas”, “te guía la boca hacia la verga erguida”, entre otras. Alguien que vive y escribe con tanta propiedad como vos, ¿no sufre al teclear expresiones de ese calibre?

DL. En tu lista hay vulgaridades, groserías y frases fuertes. Las vulgaridades, en una escritura controlada como la de El hijo de casa, tienen que obedecer a una necesidad del texto. Es como aquel chiste, si me perdonás, del que tiene que decir en el teatro: “¡Caramba, un cadáver!” y,  por los nervios, sale al escenario y exclama: “¡Puta, un muerto!”. O para ser más refinados, cuando a Borges se le ocurre que, si Julio César hubiera sido un gaucho, en lugar de exclamar: “Tu quoque, Bruto”, habría dicho: “¡Pero, che!”. Como los trajes, ciertas expresiones van con el personaje. Decir malas palabras tiene su estética. Por eso en ciertas bocas suenan a pedrada. Cuando un personaje sórdido se expresa, a veces hay que hacerlo hablar en forma sórdida. Ya lo sabemos, todo es un artificio. Solo María Antonieta podía preguntarse, con una cierta indignación por la desidia de la gente, por qué los pobres no se quitaban el hambre comiéndose una brioche. Cri Cri, el grillito cantor, reproduce exactamente la misma frase cuando hace decir a la mamá Patita, dirigiéndose a sus hambrientos vástagos: “Coman mosquitos, ¡cuaracuacuá!”

JLP. Si es cierto que “Uno podría reconstruir la vida de una persona a través de los objetos que encuentra en su casa”, ¿qué reconstruiríamos tus lectores a partir de los objetos que hay en la tuya?

DL. Libros, cuadros de Magda Eunice, algunos huipiles enmarcados, muchos posters, una colección de botellas azules, muebles de Ikea, plantas, varios reproductores de música, varios aparatos de radio, un frasco lleno de monedas de todos los países, dos televisores (uno inutilizable), varios computadores forman el arsenal de objetos que guardo y uso. A veces, viendo tanto libro, me preguntan: “¿Y los ha leído todos?” Yo no les quiero repetir la frase de Schopenhauer: compramos un libro para tener la sensación de haberlo leído. Muchas veces compramos libros para cuando haya, y otras, para cuando no haya. De pronto, tengo la necesidad de leer una información preciosa. Y recuerdo, con vaguedad, que hay un libro en las estanterías que contiene la respuesta. Otras veces, buscando un libro que creo poseer, me encuentro con algunos que no recordaba haber comprado. Como recuerda Manguel, ¿qué haría uno si le hicieran la canallada del cura y el barbero, que le quemaron la biblioteca a Don Quijote? ¿Y le tapiaron la puerta, después? Un proverbio árabe afirma que nada dura tres días. Quizá por eso tenemos la necesidad de contemplar otra vez un cuadro y sentir de nuevo la belleza creada por otros. La necesidad de ponerlo en la pared, para recordar la existencia de la belleza. De sacar un libro de poesías, al azar, y al azar leer algunos versos.

JLP. “Todo de segunda, todo deteriorado, todo recogido en la calle” decís en la página 19. ¿Te inspiraste en el deterioro nacional guatemalteco para tal línea?

DL. El deterioro nacional guatemalteco es de primera. Me refería a una experiencia común a los que hemos vivido en el extranjero. Los primeros tiempos, en la escasez de dinero, ir por las calles, de noche, y recoger muebles que han tirado porque tenían una quemadura de cigarro. La casa de uno termina siendo de estilo ecléctico, por necesidad. Por años usé como escritorio el mueble de una máquina de coser. Lo estoy viendo, porque cuando tuve, descendí a comprarme un escritorio verdadero en una cadena de muebles a gran escala.

JLP. Dos páginas adelante, mencionás “la gran pereza de pensar”. ¿Estabas pensando en el desastre de país que han dejado los sucesivos gobiernos civiles desde Vinicio Cerezo o sólo en la mayoría de columnistas que azotan las planas de los periódicos chapines?

DL. “El desastre de país”. ¿Cuál país, Perdomo? ¿El mío, el tuyo, el de aquel señor que vi pasar en helicóptero, de su casa al trabajo, mientras yo estaba en el último piso de un edificio de la zona 10? El patriotismo de los escritores del ’44 (Asturias, Monterroso, Cardoza) que sentían orgullo por Guatemala y las líneas de su  mano, ¿dónde se fue? ¿Sentir orgullo por la existencia de Ríos Montt? Ahora, después de tanto presidente civil, podemos estar contentos: tenemos un presidente artista, según De Quincey.  Y respecto de los columnistas, uno no sabe qué es mejor, si la columna o los comentarios de los lectores. Cuando se cree que el pensamiento solo se puede expresar en forma de insulto, Lewis Carroll inventó el “no-cumpleaños”. Nosotros, el “no-país”. O el país de Peter Pan: “Neverland”.

JLP. ¿No hay para dónde hacerse, pues se nace y se muere expuesto a las coordenadas de los dados y amarrado a “la pura coincidencia”?

DL. Ya nacer es un golpe de suerte. Nacer en Guatemala o en París, otro. Creer que uno tiene un destino trazado por Dios o por los dioses peca de presunción. Pedro Henríquez Ureña llegaba tarde a tomar el tren que lo llevaría a la Universidad de la Plata. Salió corriendo y corriendo subió al tren. Ubicó un lugar al lado de un colega, se sentó y cayó muerto. Muchos años después, su hermano Max, el del libro sobre el Modernismo, llegaba tarde a su clase en la Universidad de Río Piedras, en San Juan. Subió corriendo las escaleras. Al llegar a la cima, cayó muerto. Tal vez lo que llamamos destino no sea más que una serie de coincidencias. De todos modos, en el azar interviene la poderosa conciencia humana y vuelve todo más complejo, menos irresponsable. Y sobre todo, más interesante.

JLP. El oficio de los jóvenes debería ser “rebelarse y desear, desear e insolentarse”, para luego aumentar el infinito número de “incendiarios efímeros”?

DL. No necesariamente. Algunos logran que los maten antes de abdicar por madurez.

JLP.¿La memoria ajena es “severa y mentirosa”, mientras que la propia “esconde las cartas perdedoras, selecciona, tiene piedad”?

DL. Si nuestra memoria fuera tan inflexible como los juicios de nuestros amigos, seríamos insomnes o suicidas. “No dejaré que nadie diga que la juventud es la época más feliz de la vida” (Nizan). En cambio, los muchachos insisten en creer que eran felices. La memoria, la bondadosa y compasiva memoria.

JLP. “Vivíamos con miedo, éramos el miedo” dice uno de los personajes de El hijo de casa en la página 43. ¿No es ése el eco de millones de guatemaltecos que han nacido y muerto y de otros millones que siguen naciendo para seguir reproduciendo el miedo afuera de las novelas?

DL. Un lector famoso me dijo una vez: “esa novela me dio miedo”. Es que nunca ha estado en Guatemala. El miedo, en nuestro país, es uno de los cinco elementos naturales: tierra, agua, fuego, aire y miedo. Lo necesitan nuestros ricos para vivir como viven, para que de la clase media para abajo vivan como viven.

JLP. Junto con el Dr. Zamora, tus lectores te planteamos: Si no existe el “designio final del Omnipotente”, ¿qué es esto de vivir para luego sólo agregarse a la gran amnesia, a la nada, a la nadería, al fluir de las basuritas en la “contigüidad”?

DL. ¡Y qué sé yo! Si yo tuviera una respuesta a esa pregunta, sería un cura o un gran filósofo. Constato que somos efímeros, dispensables, “de la materia de que están hechos los sueños”. Quizá morir sea seguir soñando.

JLP. El “recogido” Manuel (gracias por recordarnos esa palabra también extinta) “trabajaba más que un hijo y era menos que un hijo”. En el (des)concierto de las naciones, ¿no es Guatemala como Manuel y como Merci (“seres abrumados por la insignificancia”? ¿No es un país, o remedo de país, “recogido” e insignificante?

DL. Lo de las palabras que surgen de la inconsciencia mientras uno está escribiendo ya lo había dicho Arévalo Martínez. Cuando relata la redacción de “El hombre que parecía un caballo” dice que se le vino a la mente la palabra “hacanea”. Recuerdo que también se decía “un pepe”, para señalar a un niño sin padres. Hay tantas otras. A veces uso “retentado”, que es el colmo, porque señala a un guatemalteco más susceptible que sus congéneres. ¿Te podés imaginar? Quizá, para perfeccionar tu definición, Guatemala sería como un niño “recogido” rechazado por los padres adoptivos. Desconcertado, desesperado.

JLP.¿En qué, exactamente, estaba pensando el Dr. Zamora al reflexionar en “la vida doble y triple”?

DL. En Chuang Tzu, que soñó que era una mariposa, y, al despertar, no sabía si era una mariposa que soñaba que era un hombre o un hombre que había soñado que era una mariposa. Cuando Gregorio Samsa despierta convertido en un insecto, ¿no es más cabal como insecto?

JLP.¿No es demasiado ingenuo tu narrador al afirmar que “La policía de Santa Ana no era peor ni mejor que la de las ciudades europeas”? Generaciones enteras de guatemaltecos podrían demostrarle que en el planeta Tierra no puede haber nada peor que la policía nacional chapinoide.

DL. Sí que hay. Una policía casi omnipotente, racista y violenta, como en los Estados Unidos. Aquí acaban de matar a un chileno que salió huyendo por indocumentado. El policía municipal sacó la pistola y pum, se lo echó. Nadie ha protestado. Era un “extracomunitario”, es decir, nada o nadie. Aquí hasta los inspectores de los autobuses son violentos con la gente de piel morena. Esto de creer que somos lo peor es una especie de orgullo nacional al revés.

JLP.¿Tiene algo de malo el que para alguien “su mayor acercamiento a la belleza sea la simetría”?

DL. Nada de malo: es solo una limitación. A veces, pura repetición. La simetría es un canon de belleza, digamos apolíneo. Romper con la simetría es otro canon. No sé por qué, desde que veía las estampas de las imágenes sacras medievales, en donde el personaje de mayor importancia es más grande que sus subalternos, me encantaba ese arte que no pretendía imitar a la naturaleza. Cristos y vírgenes con caras de piedra, hieráticos como los reyes mayas en Copán, que también me gustan. Prefiero el arte asimétrico, porque me da la impresión de más juego, de más diversión. No tiene el rigor casi moral que se adivina en el perspectivismo. Chagall me gusta, con sus figuras mágicas flotantes, entre colores casi infantiles. De Chirico me da la impresión de pesadillas obsesivas.

JLP. “avia salido pidiendo ausilio y en eso yegaron…” dice en la página 82. ¿Se trata de un informe policial o de uno de esos “mensajitos” que las nuevas generaciones con acceso a teléfonos “celulares” o móviles suelen intercambiar con profusión para demostrarle al mundo que el ser humano en su versión juvenil amanece cada día más pendejo?

DL. Tal vez exageré con las faltas de ortografía de los policías. Una vez, cuando era estudiante de la Universidad, publiqué un cuento lleno de faltas de ortografía. Ya desde el principio el lector debía entender que era deliberado. Alguien exhibió el cuento en un tablero de los corredores de la Facultad. Otro pasó, y cuando vio tanto estropicio, creyó que eran faltas mías y se puso a corregir. Al segundo párrafo, se dio cuenta de su error. Me imagino el bochorno. Uno comete faltas de ortografía porque no lee. Hace autárquicas transcripciones fonéticas de la lengua hablada. Si la gente leyera más, no metería tanto las patas en la escritura y en la vida, creo yo.

JLP. Hay un anciano en la página 87 que lo tiene claro: “…hacerle un favor a una persona es obligarla hacia nosotros, y muchas veces, el agradecimiento se vuelve atrabiliario rencor”. Ya sabemos que se trata de un personaje, pero juguemos a que se salió de tu novela: para llegar a tal claridad, ¿leyó tu anciano a Mark Twain cuando nos dejó dicho: “la diferencia entre darle de comer a un hombre y a un perro… es que el perro te lo agradecerá toda la vida”?

DL. No creo que ese anciano haya sido un lector de norteamericanos. Quizá de la parábola del hijo pródigo. O quizá la experiencia le enseñó la complejidad de las relaciones entre los hombres. En el diario de la conversaciones con Borges, éste le pregunta a Bioy si el Dr. Johnson estaba consciente de que Boswell apuntaba todo para la posteridad, y si este hecho no causaría que Johnson le dijera frases pensando en la historia de la literatura. Bioy, malicioso, sospecha que Borges sabe que él está llevando un diario de sus conversaciones. Cuando dos personas se juntan, nada es simple. Por eso, hacer un favor, a veces, no es un favor, sino una atadura.

JLP. “Allá en Córdoba, no hay fiesta sin muerto. Por cualquier cosa sacan cuchillo, es algo tremendo” dice alguien en la página 96. Si Santa Ana es Guatemala, ¿dónde quedaría Córdoba?

DL. Santa Ana no es exactamente Guatemala. A veces toma prestados elementos de Guatemala, y a veces de otros lugares que he conocido. Hay zonas en el mundo que todavía conservan tradiciones elementales, de cuchillo y degüello. Ismail Kadaré tiene una dura novela sobre las vendettas en Albania. De generación en generación, uno hereda el odio contra una familia, a veces sin saber el origen de ese odio. Alguien me contó de un personaje del Oriente de Guatemala, el “Gallo Giro”, que obligaba a su adversario a tomar el extremo de un pañuelo, mientras él sostenía la otra punta. Sacaban la pistola y se balaceaban. Una violencia muy primitiva, ¿no te parece? Algo de eso les pasa a los de la banda que asalta a la piadosa familia de El hijo de casa. Son muy brutos, muy cerreros, muy agrestes. Es el pasaje de una etapa agrícola a la incipiente urbanización.

JLP.¿Por qué mata la gente y por qué luego otra gente –Truman Capote en A sangre fría, Anthony Burgess en La naranja mecánica, vos en El hijo de casa— se pone a escribir?

DL. Leí la novela de Truman Capote apenas salió. Pensé que algún día iba a escribir de esa manera, una especie de falso reportaje o de falsa novela, sobre un hecho real. En cambio, no estaba en mis posibilidades de escritura. Me pasó lo mismo con Infelicidad indeseada, de Peter Handke. Entendí que después de la borrachera neobarroca de la literatura latinoamericana era necesario un estilo directo, claro, llano. En medio de esas reflexiones sobre la literatura, me llegaban los informes sobre las matanzas en Guatemala. Conocí a uno que insinuó haber pertenecido a los escuadrones de la muerte. Y se justificaba: “Uno tiene que trabajar en algo”. Leí, en Primo Levi, que el mal no tiene grandeza, sino es banal. Comprobé que no hubo grandeza ni épica en las masacres de los años 80 en Guatemala. Era el ejercicio del mal, casi en estado puro. Y me hice la misma pregunta que me estás haciendo: ¿por qué la gente mata? ¿Por qué gente que ha respirado el mismo aire, que  ha visto los mismos paisajes, que ha bebido la misma agua, un guatemalteco como vos y yo, por qué mata y mata con esa saña? Escribí dos novelas para tratar de entenderlo, para entender la responsabilidad colectiva en esos hechos. Pero es muy difícil acercarse a la verdad. Solo el lenguaje puede. Aún así, es muy difícil.

JLP. Al hablar de “coches”, de “zapatos tenis” y de un “chófer”, ¿no son demasiadas las concesiones que estás haciéndole como autor al idioma español de los traductores madrileños, casi todos abominables?

DL. Cuando escribí la novela, no tenía la menor idea de que habría de ser editada ni de que alguien la editaría. Estaba muy aislado, sea de Guatemala que de los editores españoles. No pensaba, pues, en censuras léxicas para un público español. La explicación de que no haya solamente localismos, sino vocablos más generales, está en que me relacionaba con gente de todo el mundo de habla hispana. Argentinos, peruanos, uruguayos, españoles. Un argentino me contó que había llegado a Guatemala, como misionero protestante, y que le habían alabado a un cura párroco, porque vivía tan pobre como sus feligreses. “Fíjese que solo tiene tres coches”, daban como ejemplo. Y el argentino, asombrado de la riqueza del cura. Un médico cooperante, italiano, me asombró con su español agrícola. Hablaba como un campesino guatemalteco. Me enseñó que para decir qué número tiene uno de calzado, se pregunta: ¿Qué pata tenés? En su primera redacción, la novela no se desarrollaba en Guatemala, sino en otra región geográfica, y la religión a la que se alude no es la católica. Basta poner un poco de atención para darse cuenta. Luego la trabajé más, y la acerqué más a nuestro país, pues de allí venía el núcleo de la narración. Dos años después de haberla terminado, me la aceptó Roca editorial, de Barcelona, después de copiosos rechazos.

JLP. El Dr. Zamora, al verse reflejado en el espejo, “no encontraba nada especial: un hombre maduro, con algunas canas…” ¿Qué te dicen a vos los espejos, tantos años después de El misterio de San Andrés?

DL. La gente que se considera bella, la gente vanidosa y bella, mientras camina va controlando su imagen en las vitrinas. Otros, no resisten verificar su belleza en los espejos. Detesto los espejos. No porque “los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”, sino, con mayor humildad, porque me dan una imagen parcial e inversa de mí mismo. Odio las cámaras de los supermercados, que me enseñan a un señor que no conozco, y que detestaría si no fuera yo. Procuro evitar mi reflejo artificial. Prefiero que el reflejo de mí mismo sea la expresión de mi interlocutor. Son los otros los que nos devuelven nuestro verdadero rostro.

JLP. Si te encontraras con un policía y él te dijera que a veces hablás como tus libros, ¿qué le dirías?

DL. Imagino que pensás en un policía guatemalteco. Si es así, le respondería: “tiene razón señor agente”. El policía guatemalteco siempre tiene la razón. Después, uno puede negociar cuánto le va a costar que descienda de su autoridad para dejarte ir. “¿No se puede arreglar de otra manera?”.  Y lo que diga el comandante.