Fracasado, un adjetivo

No sé por qué me atrae y repela a la vez, y lo hace con muchísima fuerza, la idea del fracaso. Fracaso como nombre, como sustantivo. La idea desde lejos me seduce –como la del suicidio– pero verla de cerca me aterroriza, me desagrada experimentarla en infinitivo: fracasar. Pero me cautivan o consuelan –quizá me cautivan porque me consuelan– las personas que fracasan. No una vez, ni muchas veces, sino las que cruzan el umbral de manera definitiva. A lo mejor injustamente –probablemente sí– pero reconocemos cuando alguien transita del verbo fracasar al adjetivo fracasado. Una marca indeleble, un estigma, que se pega al cuerpo a través de la mirada ajena que la taladra sin piedad. Una culpa que pesa sobre los hombros. Un estigma que, sin embargo, es congénito, ineludible y esencial a la vida. 

 

¿Son justas, entonces, nuestras ideas en torno a las etiquetas de éxito y fracaso? No lo creo, en lo absoluto, por ello es esencial aprender a resistir y continuar: perdurar hollando el sendero –lejos del lugar común y del cliché– ignorando las implacables miradas ajenas, pisando fuerte desde y hacia la compasión. Vivir da miedo, me decía una persona muy querida, pero más miedo da dejar de hacerlo, le contestaría con una de esas brillantes respuestas que llegan tarde, pues ya sabemos que las buenas respuestas no suelen ser puntuales.  

 

Ya no se trata sobre la oscilación entre la esperanza y la desesperanza –péndulo al que tan habituado está el existe– sino la tensión entre ser o no ser, porque el fracasado casi no es. Al menos casi deja de ser en esta sociedad subyugada a la tiranía del mérito, como diría Sandel en The Tyranny of Merit. Pero me cautiva y consuela porque veo una lección de enorme belleza detrás de ese esfuerzo magnánimo en los que resisten al borde de la nada, casi sin ser vistos. La resistencia en los adictos que soportan la tentación, en los suicidas que se quedan de este lado de la vida, en los alienados que se mantienen más cuerdos que el resto –vaya lugar común en el que tropiezo. Los que escribimos sin llegar a ser escritores. Y los escritores que no se sienten grandes escritores. Como le sucedió y constato en los diarios de Héctor Abad Faciolince, Lo que fue presente, y de Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso

 

Ambos son escritores que se quejan en sus diarios de que no se sienten escritores. Más bien que no se sienten capaces de escribir algo que valga la pena. Héctor ha dicho en otras entrevistas que era un escritor fracasado hasta la publicación de El olvido que seremos: “Hubiera querido ser el autor de muchos libros, pero me doy cuenta de que soy el escritor de uno solo”. Aunque luego ambos lograron cautivar un amplio grupo de lectores –llegaron a ser exitosos–, la sensación de fracaso que los embargaba era general: se sentían incapaces de vivir una vida decente, de ser felices. Pero es cierto que el diario distorsiona la verdad porque ambos reconocen que lo escriben cuando están solos y tristes –el diario como posadero de depresiones y culpas– y no cuando están felices o contentos. En esos momentos viven o al menos lo intentan. Sin embargo, la imagen repetida de ellos mismos es lamentable y por ello a veces los lamentos son cansinos por excesivos –incluso pueriles– especialmente en el caso de Abad Faciolince. El caso de Ramón Ribeyro es distinto porque, aunque afirma que no tiene nada que enseñar “salvo por oposición o negación”, estoy con Vila-Matas cuando dice en el prólogo “es indudable que se enfrentó al fracaso saliendo a su búsqueda, luchado con la escritura, narrándolo, haciendo de él un arte supremo”. 

 

Ambos coinciden en que su “yo” es algo que carece de interés para otros, que la literatura versa sobre experiencias universales plasmadas en personajes con los que los lectores se identifican y viven. Sus vidas no tienen interés literario más que como medios para experimentar la realidad y narrarla. En ese sentido, el diario, podría decirse que no es literatura en su sentido estricto, pero no carece de interés, no solo por los relatos desgarradores –en el caso del colombiano–, o por los comentarios sobre el oficio de escribir y leer –en el caso del peruano–, sino porque son testimonios sobre la oscuridad que habita dentro de la intimidad de grandes autores. Por morbo, si decimos las cosas por su nombre. Al peruano le corroe la enfermedad y las adicciones al alcohol y al tabaco, mientras que al colombiano las infidelidades y sus relaciones tóxicas con mujeres, además de sus muchas paranoias. Ambos comparten la obsesión por leer y escribir, por hacerlo cada vez mejor, por tener tiempo para dedicárselo, entregados a su obra con ahínco, pero crean desde la denostada duda, algunos episodios depresivos, y las penurias económicas. A pesar de ello, ninguno de los dos se plantea seriamente –arrastrando dudas y dificultades– dejar de escribir. Como dijo Rey Loriga, “los escritores solo funcionan sin plan B”. Y por ello vuelvo sobre la duda porque me recuerda las palabras de Vila-Matas cuando dice en Paris no se acaba nunca “Ignoraba que dudar es escribir.”

 

Tal vez me atrae y repela la idea del fracaso porque me cuesta aceptar su realidad. Vivir con la sensación de que ya fracasé antes de tiempo, de que ya fracasé sin haber empezado, de que ya morí sin haber vivido. Recurro al nihilismo como una actitud pueril, porque en el fondo admiro a muchos que no dejan de intentarlo. Para aprender de ellos, para lograr asimilarlo, desde que los atisbé con algo de envidia desde lejos, les escribí una oda o algo parecido. Hace tiempo que sé que nunca sería aquello que alguna vez soñé que podría ser. Me siento como Gustavo, El poeta chileno de Alejandro Zambra, que no logra escribir nada más que un libro de poesía con el que nunca se siente satisfecho. Pero a pesar de ello vive una vida plena, es un maestro universitario que termina por darle lo mejor a su hijastro, Vicente, –la poesía de un poeta chileno a otro–, hijo de la mujer a la que amó en la adolescencia y la temprana adultez, y con un final abierto, un final que nos deja imaginar que Gustavo no solo es feliz en ese momento, sino que puede alargarlo un poco más.